En los últimos días, los montañeros Eric Arnold y Maria Strydom han abandonado el mundo de los vivos. Ambos habían coronado el Everest, el ocho mil más alto del planeta, pocas horas antes, e intentaban descender tras conquistar su monumental objetivo. Desafortunadamente, el agotamiento los debilitó por encima del límite que su cuerpo había decretado, y el mal del altura los mató.

El holandés y la australiana pagaron el más alto de los precios por pisar la cumbre más aclamada de la Tierra. Jóvenes, expertos y también atractivos, los dos perseguían sus caros sueños, y lo hacían con tanta intensidad que no dudaron en arriesgar sus vidas para verlos cumplidos. La apuesta resultó excesiva.

O, quién sabe, tal vez no. Quizá solo era una de las posibilidades; la peor de ellas, sí, pero una con la que contaban, una potencialmente asumible.

Algunas veces la belleza que uno persigue en la vida se encuentra en lugares inhóspitos que exigen todo el coraje y que, aún así, resulta esquiva y difícil de hallar, tan lejos como se intuye de nuestra amplia zona de confort vital.

Estos dos montañeros no alcanzaron a observar el mundo desde la segunda parte de la treintena, un período en el que la experiencia suficiente y el dinamismo suficiente tienden a encontrarse, aunque sí lo hicieran desde el punto más elevado del Himalaya. Lograron el objetivo de hollar la cúspide del mundo; el de regresar con vida de ese lugar tan hermoso, tan hostil, no. ¿Valió la pena?

Alex Honnold no quiere morir. Con 31 años, este norteamericano es la gran referencia mundial en alpinismo sin cuerda. Escala sin asegurarse; sin compañeros; sin miedo. Pero, necesariamente, cada vez que decide realizar una escalada arriesgada, acontecimiento que ocurre con turbadora periodicidad, escoge colocarse a un mal paso, a una ráfaga de viento o a una torpeza del destino del vacío. Un vacío de muchos metros: decisivo, determinante.

De momento sortea con su talento y su esfuerzo ese hechizante vacío; ojalá que continúe haciéndolo muchos años, y que después de éstos se ofrezca una retirada pacífica. Mientras, sigue alcanzando récords y ejecutando escaladas que, antes de que él las dibujara de verdad, sólo existían en las mentes de los alpinistas más osados. O más chiflados.

Hay personas que necesitan del riesgo para vivir. A veces, mueren por él; pero mientras tanto doman una vida llena de significado; la misma que, para muchos otros, bascula entre la mediocridad y el tedio; aunque, eso sí: discurre sin el menor riesgo.

No, ni Arnold ni Strydom -ni tampoco Honnold- son locos, como tampoco lo fueron tantos otros que los precedieron en la toma de decisiones audaces, temerarias, y que, al cabo, en demasiados casos hicieron concluir sus vidas precipitadamente.

No, definitivamente no son locos. Quizá los locos seamos los demás. Ellos, simplemente, persiguieron sus sueños hasta el final.