Conocí a Camilo José Cela poco antes de su muerte. Entonces yo colaboraba con El País Semanal, y mi jefe me había encargado un reportaje divertido sobre los libros que se les habían atragantado a los grandes de la literatura. Pasé la pregunta por escrito a la secretaria del Nobel: “don Camilo dice que le recibirá en su casa durante veinte minutos”. Cuando dije que bastaba con cinco y por teléfono, me contestó que el señor Cela no hacía entrevistas telefónicas.

Llegué a su residencia muerta de miedo, aplastada por el peso de mi inexperiencia, una admiración de años y la fama de hombre colérico que tenía el escritor. Estaba temblando cuando llamé a la puerta, y temblando entré en aquella casa luminosa y algo solemne de la que apenas recuerdo nada. Me condujeron al despacho de Cela, y allí me encontré con un anciano enorme que trabajaba frente a una mesa. Nunca sabré porqué, pero me miró desde detrás de sus lentes y se me pasó el miedo.

Los ojos de Cela no eran los del viejo malhumorado de mis pesadillas de joven periodista, sino un tipo casi apacible que me saludó esbozando algo parecido a una sonrisa y me sugirió que me sentara con la voz cavernosa que tan bien conocía. No era un genio antipático listo para echarme con cajas destempladas a la primera ocasión, sino un señor consciente de su ocaso que habló conmigo sin prisa durante casi hora y media e incluso me pidió mi opinión sobre un texto que estaba escribiendo.

Me llamó la atención la prodigiosa sintaxis de su verbo: cada frase que pronunciaba estaba tan bien construida como un texto corregido mil veces. Nunca he vuelto a escuchar un tono coloquial así de pulido, ni creo que haya en el mundo nadie que hable español tan bien como lo hacía don Camilo.

Cela murió unos meses después de aquel encuentro, arrastrando su leyenda colosal y cierta mala prensa en el trato con sus semejantes. Hace más de una semana se cumplieron cien años de su nacimiento, y tuve la sensación de que la efemérides pasaba sin pena ni gloria. No hubo homenajes, no hubo recuerdos, no hubo manifestaciones de próceres ni fastos de ningún tipo.

España es un país al que se le da mal honrar a sus grandes muertos. Después de todo, si casi se ignora el cuarto centenario de la muerte de Cervantes, es absurdo reclamar que alguien se acuerde de que Camilo José Cela vino al mundo hace un siglo para escribir alguno de los mejores textos del siglo XX y convertir en música verbal el idioma más hermoso del mundo.