Si uno le arrima una llama a un petardo, éste tiene la mala costumbre de explotar. Si uno va y agarra el petardo mientras el fuego consume la mecha, se arriesga a que le estalle en la mano. Algo parecido es lo que le ha ocurrido a la delegada del Gobierno en Madrid, Concepción Dancausa, con su decisión de prohibir la introducción de esteladas en la final de Copa. Era la crónica de un revolcón judicial anunciado. A sus señorías no les gusta que se plantee siquiera la sospecha de una restricción indebida de derechos fundamentales, en este caso la libertad de expresión. Ante la duda, prevalece el derecho y el grillete salta en pedazos. A nadie debe extrañarle: siempre o casi siempre ocurre así.

Al margen de las consideraciones jurídicas, lo que resulta sorprendente es que la señora delegada del Gobierno se meta en semejante trampa, no sólo por el desaire procesal, sino por la baza propagandística otorgada a la causa que supuestamente se trataba de combatir. El inveterado victimismo independentista ha hallado en este absurdo incidente una cancha ideal para dar rienda suelta a sus quejas, y conviene tener en cuenta que ahora al frente de la Generalitat hay un artista del agravio, que no ha dudado en saltar al escenario por este asunto a la postre nimio, cuando para otros de más calado despacha a su portavoz.

En cualquier caso, y dejando a un lado la torpeza, casi la ingenuidad de la autoridad desautorizada, es hora de decir que empieza a ser una verdadera pesadez la ostentación permanente de símbolos excluyentes y partidistas. No otra cosa es la estelada de marras: una bandera en la que unos catalanes se envuelven contra otros catalanes y contra el resto de los españoles, empaquetados bajo esa tediosa sinécdoque, Madrit, adonde en esta ocasión se trata de venir a restregarla. Es legal, y sólo los delegados del gobierno despistados piensan en combatirla coercitivamente, pero es de una falta de educación deplorable la proclamación machacona de una ideología política en actos que nada tienen que ver con el legítimo debate sobre la cosa pública; en especial, cuando se trata de actos donde hay un montón de gente que no ha ido a eso y a la que no hay necesidad de dar la lata con reivindicaciones que, justas o no, son de otro ámbito.

Quien quiere hacer ondear la bandera que representa la discordia catalana en el Calderón es muy probable que lo haga con el ánimo de fastidiar a aquellos a quienes no les apetece que les mitineen bajo la coartada de una final de fútbol, empezando por todos los aficionados del equipo rival. Es pues un gesto inamistoso, poco deportivo y posiblemente grosero. Pero la única respuesta inteligente es la indiferencia, que es el derecho que uno puede y quizá debe ejercitar cuando alguien decide usar de su libertad como vana e inoportuna arma arrojadiza.