Concepción Dancausa debió de confundir a Platini con Montesquieu cuando se apoyó en las multas de la UEFA para interpretar la Ley del Deporte. Al intentar prohibir la entrada de esteladas al Vicente Calderón en la final de la Copa del Rey, la delegada del Gobierno en Madrid ha entrado en el averno catalanista junto a Felipe V, el general Batet, Francisco Franco y un charneguito de Murcia que, duro de oído, no quiso entender TV3. Ya da igual que un juzgado haya enmendado el despropósito porque el órdago ha sido lanzando.

Pero uno entiende que Dancausa, lejos de ser considerada un súcubo españolista al servicio de los borbones, ha dado oxígeno a la barretina voraz y ha hecho un flaco favor al rey.

El intento de prohibición de las esteladas tiene tan poco comentario como ese rudo exhibicionismo de banderas con el que muchos se empeñan en señalar su pequeño lugar en el mundo. Sencillamente, que en un país que mantiene el mausoleo a un dictador se prohíba una bandera separatista por si alguien se ofende es de locos. 

Sólo desde la mala fe se puede pretender aplicar a una estelada el veto que sin duda  merece una esvástica. Y sólo echando mano del más absoluto cinismo, los mismos que no toleran los símbolos españoles en Cataluña y vetan la enseñanza del español en las escuelas catalanas pueden quejarse ahora de que una delegada del Gobierno desencadenada haya azuzado su excitable victimismo de pueblo oprimido.

Las dudas sobre las intenciones reales de Dancausa sí merecen subrayarse. ¿No será en realidad la delegada del gobierno en Madrid una agente doble separatista, una fanática culé, o una lobista a sueldo del merchandising nacionalista? ¿No terminará siendo Dancausa una especie de Lili Marlen para el somatén?

El dislate de Dancausa ha desatado la euforia contestataria del catalanismo, que se considera retado. Los independentistas habían incendiado las redes para pertrecharse de banderas, camisetas, pendientes, pulseras, bolsos, calzones y toda suerte de aperos cuatribarrados para convertir el Vicente Calderón en un epígono de la Diada. Burlar a los 2.500 agentes a los que quería obligar Dancausa a intervenir esteladas hubiera sido tan divertido para la tribu como abuchear al rey en el minuto 17:14 por aquello de que un antepasado suyo ganó una guerra civil tres siglos atrás.

Si un sentimiento es una emoción elaborada, el sentimiento nacional es probablemente una de las construcciones más laboriosas y tozudas. Se necesita al menos una lengua domesticada de sintaxis y academias, unas fronteras no necesariamente discernibles más allá del propio barrio y una historia convenientemente forzada. Una nación empieza donde hay un conjunto de personas que se ponen de acuerdo en mentir sobre su pasado. Lo peor del torpe intento de prohibición de Dancausa es que hace del ridículo adagio separatista una canción alegre.