Si exceptuamos a los cuatro o cinco de siempre -aquellos que nunca reparan en gastos, porque piensan que todavía queda mucho por evadir-, no hay español que no esté revestido por dentro de una preocupación recóndita y casi permanente. Hasta cuando sonreímos, aunque sea en contadas ocasiones, lo hacemos acusando una especie de punzada interior del todo indescriptible.

¿Quién nos ha robado la cartera?: nos preguntamos, una y otra vez, frunciendo el entrecejo como si fuera el tejado a dos aguas de los ojos. Nuestras frentes llevan el peso de cierta congoja en sus arrugas. Se trata de una tristeza serena, absurdamente triste. Que acompaña a estos tiempos de mierda que corren. Que se proyecta, como una sombra, hasta en el menor gesto.

Cruzándonos. Descruzándonos. En mitad de la calle. Semejamos ejércitos de hormigas. Sin mandos ni faenas definidas. Hormigas rojas. Lo que somos. Hormigas laboriosas en constante devaneo con nuestro inane quehacer. Hormigas que de cuando en cuando se miran perplejas. Cruzándose. Descruzándose. Para reconocerse en su condición de insectos trabajadores obligados, por decreto, a permanecer mudos. En la cola del paro. Desde donde se ve pasar trenes llamados hambre entre los campos.

Al principio, desde lejos, parecen ser trenes diminutos, melancólicos y patéticos. Pero sus vagones crecen, como un interrogante, a medida que se acercan.

Resultan una amenaza crónica. Que acabarán por cumplirse.

“No sólo estamos rompiendo un ciclo económico, estamos rompiendo personas”: nos advierte de ello Sebastián Mora, secretario general de Cáritas España. Y este hombre sabe de lo que habla; aunque, quizá sea por eso, apenas encuentren hueco sus oportunas sentencias: “Antes los jóvenes veían el futuro como una promesa, ahora lo ven como una amenaza”.

La vergüenza no es acabar suplicando las sobras de un mcmenú en los comedores de Cáritas mientras pedimos -por favor, discúlpeme- que nos calienten el potito del niño, sino acudir en Audi A8 al Congreso de los Diputados mientras alguien rebusca sobras en un contenedor de basura. La vergüenza es gastarse diez millones de euros al año en financiar 13TV y tan sólo seis en Cáritas. La vergüenza es repetir, por repetir, una y otra vez, unas elecciones generales. Después de cuatro meses dialogando sin dejar de cobrar, lo único que han demostrado los salvapatrias es que la política nacional es una casta que ha medrado, a nuestra costa, hasta alcanzar la altura del betún.

De modo que era cierto. Nos hemos dejado mangonear por encima de nuestras posibilidades.