Mañana es el quinto aniversario del 15-M y poco o nada queda de aquella coreografía de quechuas sobre el asfalto. El movimiento de los indignados fue simpático, que es el máximo adjetivo que merece la ingenuidad convertida en categoría social. Lo cierto es que cinco años después de aquella resaca del 68, el balance es ambiguo, por no decir decepcionante, si nos atenemos al cómputo de logros y fiascos.

En sentido estricto no se puede decir el resultado del 15-M haya sido frustrante porque tampoco fueron precisas sus expectativas. Descubrimos que, muertas las ideologías, el hartazgo constituía un auténtico Quinto Stato susceptible de amedrentar al mismísimo ministro del Interior y a los delegados del Gobierno. También aprendimos a aplaudir al aire como lo haría un monje zen ciego de anfetas. Pero es evidente que toda aquella algarabía de toldos comunales en la Puerta del Sol, con sus réplicas más o menos resultonas en provincias, no ha traído aún al hombre nuevo, ni mucho menos al político nuevo.

Lo realmente positivo es que la manada olió agua y los partidos no tuvieron más remedio que incorporar al debate público reivindicaciones largamente apuntadas, aunque nunca con aquella urgencia de revuelta. Solucionar el drama de los desahucios, corregir la atrofia democrática de un sistema en el que los ciudadanos votan lentejas cada cuatro años y acabar con el bandolerismo institucionalizado ocuparon, si no las agendas de la clase dirigente, sí al menos las elucubraciones de sus speechwriters. Todo un mundo si aceptamos que lo que no se nombra no existe y, por contra, lo que tiene voz ingresa pronto en el ámbito de las apetencias.

Sin embargo, cinco años después de aquellos días que no estremecieron al mundo ni se ha acabado con la partitocracia, ni la relación entre las cúpulas de los partidos y sus bases es menos vertical, ni el ocaso del bipartidismo ha alumbrado una democracia más participativa, ni se han vallado las lindes de la división de poderes.

Basta advertir cómo Rajoy le ha doblado la mano al resultado del 20-D en busca de una segunda vuelta, el cainismo en el PSOE, la burbuja en que puede convertirse Ciudadanos, el cesarismo de Pablo Iglesias o la falta de escrúpulos de Alberto Garzón para concluir que, cinco años después, poco ha cambiado.

Puede que España necesite otro 15-M, menos folclórico y más realista, protagonizado esta vez por los militantes de los partidos en sus organizaciones con requerimientos concretos. Que los ciudadanos merienden en las plazas es bonito, pero ya sabemos a qué ninguna parte conduce ese desencanto.