Cada cual husmea el CIS a su manera. El socialista Antonio Hernando ha impostado un voluntarismo balbuceante; Pablo Iglesias ha echado mano de una falsa modestia; mi compañero Kiko Llaneras ha explorado variables indescifrables con la pulcritud de un entomólogo ante el cadáver de Gregorio Samsa; y yo me he alejado un par de metros y he achinado los ojos sobre los gráficos como quien se dispone a ver una película porno en un canal codificado.

Reconocerán conmigo que esto de que el PP no baje del 27% pese a la grisura y la corrupción generalizadas resulta un poco sicalíptico, un tanto perverso, lo que invita a buscar razones ulteriores para comprender la imperturbabilidad del CIS o de los votantes españoles.

Dejar las interpretaciones políticas en pos de respuestas profundas viene al caso porque es el 160 aniversario del nacimiento de Sigmund Freud, a quien todos debemos ciertas fijaciones y el uso de términos corrientes, como neurosis, líbido, fobia, represión o catársis, que en su día revolucionaron por novedosas la indagación médica.

De Freud a uno le agradan más algunos datos de su historia menuda que las teorías que estudiamos en el instituto. Y entre todas las anécdotas que construyen al personaje, mucho más que la de su afición a los puros, más que las que se desprenden de su correspondencia íntima, en la que anunciaba a su mujer fabulosos encuentros sexuales porque "irrefrenable es la pasión del hombre que lleva cocaína en las venas", más incluso que la de su comprensible devoción -compartida con Nietzsche y Paul Rée- hacia Lou Andreas-Salomé, resulta fascinante una sobre sus últimos días. El caso es que se moría el viejo Freud y tan enorme y hediondo era el tumor que le atrapaba la garganta que su perro le huía.

El doctor amaba a su perro y sufría, claro. Pero parece ser que el perro y el tumor de Freud fueron pues dos fuerzas antagónicas que crecieron en direcciones opuestas. El uno le era fiel y le acompañaba en las sesiones, de tal modo que contribuyó a la popularidad de sus terapias. El otro creció a costa de su tabaquismo, empezó como una pequeña molestia, creció sin que el inventor del psicoanálisis se armara de la voluntad necesaria para cortar de raíz el vicio, y acabó matando a Freud y apartando de él, en sus últimas horas, al ser más leal que jamás conoció en su enorme vida.

Ahora vamos a abstraernos de esta anécdota sobre el psiquiatra fumador de puros y volvamos al CIS; olvidemos al perro de Freud y pensemos a qué se debe la fidelidad pétrea del votante del PP a sus siglas; y apartemos de nuestra mente el cáncer de garganta del genio vienés y pensemos si la corrupción acabará o no siendo letal para Rajoy y su partido.