Leo por ahí, en uno de esos vertederos de banalidades que antes se llamaban "medios de prensa", que La Primera ha pedido disculpas a los televidentes por un sketch de José Mota. El texto no hace spoiler de cuál es el grupo social ofendido por el humorista, así que acudo raudo al vídeo para averiguarlo por mí mismo.

Es uno de mis pasatiempos absurdos preferidos, ese de escudriñar el sketch, o el anuncio, o el texto supuestamente ultrajante y tratar de adivinar quién puede ser el ofendido. A veces la cosa se pone difícil: podrían serlo los comunistas de siete años, o los pelirrojos que leen a Coelho, o las lectoras tuertas del ¡Hola!, o los criadores de gallinas Wyandotte.

Pero el sketch de José Mota resulta duro de pelar. Acabo llegando a la conclusión de que los ofendidos deben de ser los humoristas porque la cosa es de un pavisoso que tumba de espaldas. El humor español no destaca precisamente por su capacidad corrosiva pero hasta para la blancura debería haber límites. ¿Qué digo, "blancura"? Lo de José Mota es pura transparencia cristalina. A fin de cuentas, estamos hablando de un terreno en el que se mueve gente como Louis C.K., Sarah Silverman o Frankie Boyle, un tipo que defiende la idea de que Camilla Parker Bowles se parece a la cara que tendría Diana de Gales si hubiera sobrevivido al accidente.

Pero compruebo la solución del sudoku y salta la sorpresa en Las Meapilaunas: los ofendidos por José Mota resultan ser los pacientes de enfermedades graves. Y ni siquiera ellos sino algunos espectadores que consideraron el sketch "denigrante y falto de ética" y que tras interponer la consecuente indignación ante las autoridades competentes recibieron la rauda disculpa de Toñi Prieto, "directora de entretenimiento de TVE". Toñi: te paguen lo que te paguen, no te pagan lo suficiente.

El caso es que aquí cada cual busca el cariño del prójimo donde cree que va a encontrarlo, pero hay algo profundamente lúgubre, casi de síndrome de Diógenes prematuro, en esas personas que impostan indignación para ganarse la atención que muy probablemente son incapaces de conseguir por otras vías. La del talento, o la de la belleza, o la del trabajo, o la del carisma, o la del virtuosismo, o la de la generosidad, o la de la empatía.

Hay algo también de inexplicablemente cobarde en la pretensión de que el resto de la humanidad respete un "espacio de seguridad" que sólo espera la leve concesión de un centímetro más de espacio para apropiarse de un par de kilómetros cuadrados de terreno fértil. Y así, ofensita a ofensita, los únicos verdaderos fascistas que muchos de nosotros conoceremos a lo largo de nuestras vidas van convirtiendo la vida pública en una orgía de borrado de tuits, de disculpas por frases malinterpretadas o descontextualizadas y de peticiones de perdón por insensibilidades que sólo ven ellos.

No sé, en cualquier caso, a qué vienen tantas prisas. Ningún espacio más seguro y menos ofensivo que el del cementerio más cercano. Ese al que ellos acabarán llegando más pronto o más tarde, con un poco de suerte antes de que sus dos docenas de gatos les devoren la cara tras el correspondiente infarto de miocardio en su apartamento sin ventanas. Si yo fuera una de esas almas frágiles y aburridas me preocuparía más la posibilidad de morir huraño, amargado y ofendido por nada que los chistes malos de José Mota.