Los partidos se quitan las caretas y tocan sin rubor a rebato de precampaña. A doce días de que concluya el plazo legal para acordar una investidura, los protocolarios llamamientos a pactar dan paso al debate sobre la composición de las candidaturas. 

Los dirigentes ni siquiera han mantenido la formalidad de aguardar a que acabe la tercera ronda de contactos con el rey -prevista para los próximos 25 y 26- para tranquilizar a sus cargos institucionales asegurándoles que sus sueldos no corren peligro porque prácticamente nada cambiará respecto de la anterior cita electoral. En este sentido, el mensaje de puertas adentro ilustra la impasibilidad con la que unos y otros gestionan el fracaso por el que se precipita la legislatura más corta de la historia. 

El PP ya ha dicho que sus listas serán "las mismas que presentaron el 20-D", con las excepciones de José Manuel Soria como cartel por Las Palmas y Pedro Gómez de la Serna por Segovia, que se caen por los escándalos que han protagonizado. Otro tanto sucede en PSOE y Ciudadanos, cuyas ejecutivas apenas prevén "algunos ajustes" ante la eventualidad de repetir los comicios el 26 de junio. Pablo Iglesias también ha adelantado este martes que las candidaturas de Podemos "serán las mismas" puesto que las próximas elecciones son como "una segunda vuelta".

Nula respuesta

No es descabellado pensar que Podemos sea al final el partido que más cambios introduzca si, como parece, concurre junto a Izquierda Unida. Pero la sola declaración de Iglesias demuestra hasta qué punto una nueva convocatoria no es percibida por los partidos como consecuencia de un fracaso ante el que deben reaccionar. La nula respuesta de los partidos tras una legislatura abortada es escandalosa. Pese a que el actual bloqueo político e institucional podría demorase tres meses más ni se dan por aludidos, ni se sienten en la obligación de cambiar nada .

El sentido común dice que al menos PP y PSOE deberían renovar sus candidaturas allí donde unos y otros han perdido más votos. Si no introducen modificaciones en plazas principales como Madrid, Valencia o Murcia, donde cayeron un 20% el 20-D, demostrarán que están más interesados en proteger sus intereses de grupo que en satisfacer a quienes han defraudado.

Su inmovilismo es consecuente al fin y al cabo con un sistema de listas bloqueadas en partidos verticales donde prima la domesticación, además de un desprecio a los votantes. No se puede entender de otro modo su predisposición a obligar a los ciudadanos a votar las candidaturas de los mismos que han sido incapaces de ponerse de acuerdo para garantizar la gobernabilidad del país.

Veto constitucional

Otro gallo cantaría si, tal como hemos defendido en las Obsesiones de EL ESPAÑOL, las listas electorales fueran abiertas y la designación del legislativo se produjera en una votación distinta de la del ejecutivo: el Gobierno tampoco se atrevería entonces a eludir el control del Parlamento, como hace ahora, porque los cargos de sus señorías no dependerían del jefe de filas sino de los votantes. También sería todo muy diferente si el incumplimiento del mandato que recibieron de los electores, que no fue otro que el de formar Gobierno, conllevara la prohibición constitucional de volver a presentarse.

Nada se ha movido en la política española en los últimos tres meses salvo la frustración de los contribuyentes, que además de padecer el altísimo coste de la ingobernabilidad, volverán a sufragar el festival electoral a los mismos políticos que son incapaces de mirar más allá de sus intereses de clan. En todo caso ahora encontramos un doble motivo para la decepción. No hay ningún indicio que permita confiar en que votar de nuevo solucione nada, pero sí hay razones para preguntarse si calcar las candidaturas no conducirá a un fracaso idéntico al actual.