Yo voto como me enamoro: con la esperanza de que la parte beneficiada no emplee el poder que acabo de concederle para exterminarme como a una rata. Lo decía el periodista estadounidense Henry Louis Mencken: “El hombre medio tiene clara conciencia de que el gobierno es algo que reside fuera de él, que se trata de una potencia autónoma, independiente y a menudo hostil, colocada sólo parcialmente bajo su control y capaz de causarle mucho daño”.

Quizá por ello una elemental prudencia recomendaría conceder el privilegio del voto sólo a candidatos escasos de testosterona y con el rencor de clase justo. No suele ser el caso de España, donde la sutileza intelectual arranca bostezos de hipopótamo en el prójimo y donde la moderación bien educada suele ser vista como sinónimo de prepotencia ¡y hasta de elitismo! Que por otra parte es el peor insulto que un español puede imaginar para otro español: “Son todos unos elitistas menos mi padre y mi hermano”.

Y ahí anda aproximadamente un tercio de los españoles: votando a opciones políticas a las que se les transparenta un explícito desprecio por la democracia parlamentaria, que no deja de ser un código de buenas maneras cuyo objetivo es evitar que dirimamos las disputas sociales a trabucazo limpio en un país en el que no han escaseado los tiros en la nuca por un quítame allá esas pajas.

Y eso, lo del voto cafre, es algo que no pasaría de aspaviento pubescente del que chotearse a la hora del vermut si no fuera porque empiezan a abundar los ejemplos de españoles que reivindican su derecho a ejercer de martillos del pueblo con el argumento de que al resto de los ciudadanos se nos está poniendo cara de clavo.

Es el mito de la violencia “invisible”. La que se supone que ejerce “el capitalismo” o “el sistema” o “la casta” contra “el pueblo” y que justifica “cualquier cosa” que se haga para “acabar” con ella.

A la nueva izquierda se le está haciendo larga esta etapa de transición hacia esa dictadura de los peores que ellos llaman “un país con su gente”. Alguien debería recordarle a esta banda de la porra que tanto odia la democracia “formal” que es precisamente la democracia “formal” la que ha permitido que sus salidas de tiesto queden relativamente impunes. Y que en ausencia de democracia, “formal” o de la otra, la que ha salido tradicionalmente escaldada en España es la izquierda. La única en Europa, por cierto, a la que no se le conoce victoria alguna en ausencia de democracia frente a una derecha más cafre, mucho más organizada e infinitamente más resolutiva a la hora de aniquilar al prójimo que lo que la izquierda llama “el pueblo”.

Así que vamos a conformarnos todos con esta democracia “formal” que nos permite fantasear libremente con dictaduras del proletariado porque en cualquier otra alternativa posible los clavos acabaríamos siendo, con total seguridad, los que sólo aspiramos a vivir lo más lejos posible de los lobos de un lado y de los buitres del otro.