Antes de redactar estas líneas, su autor se ha tomado la molestia de leer las 20 propuestas que llevó Podemos a la reunión del jueves con el PSOE y Ciudadanos. Con la atención que merecen, por los cinco millones de votos que tienen detrás y por lo trascendental de la coyuntura. Y para ser sincero, he de decir que me gustaría que se llevaran a cabo muchas de ellas; quizá la mayoría. Lo que no me lleva a entender, precisamente, que se hayan impuesto como requisito de una negociación con los interlocutores que estaban al otro lado de la mesa, ni que la única manera de responder a su forzosa negativa sea pasar la patata caliente a las bases para que hagan una tarea que en un sistema de democracia representativa se supone que asumen quienes piden, y obtienen, ejercer esa representación.

De las veinte propuestas, unas cuantas son directamente impracticables; bien porque requieren recursos de los que no disponemos o bien porque exigen el consentimiento de terceros (para ser más claros, acreedores) que no van a otorgarlo. Entre ellas encuentro varias admirables, pero no ignoro que la insurrección contra una realidad dada es simple fuego de artificio cuando la realidad te opone obstáculos que no sabes ni puedes franquear. Otras no son en sí mismas irrealizables, pero sólo pueden llevarse a cabo violentando seriamente la voluntad de muchas más personas de las que votaron a Podemos y sus confluencias el 20 de diciembre, incluidos bastantes de los votantes (en algún caso, la inmensa mayoría) de las fuerzas con las que presuntamente se trataba de negociar. Un planteamiento que, democrático o no (juzgue cada cual), tiene nulo recorrido.

Llegados a este punto, es lícito preguntarse si Podemos ha pretendido durante todas estas semanas algo más que especular con el desgobierno y dejar vencer el plazo con vistas a doblegar al PSOE, cosa improbable, o bien a batirlo en las elecciones que son el único desenlace posible de su maximalismo, cosa que ya dirán en su caso los electores y que, en el escenario más probable, vendría acompañada de la prórroga agónica del statu quo por la vía de una gran coalición, con o sin un PSOE demasiado maltrecho, en esa hipótesis, como para aspirar a impedirla.

Y sobre esa pregunta, es lícita esta otra, que uno adivina que algún dirigente morado se hace en las últimas semanas: ¿vale más esa apuesta, con todos sus riesgos inmediatos y su incierta promesa del cielo para un futuro aún distante, prolongando de paso los males contra los que Podemos se postuló como cura, o poder ofrecerles a sus electores algún trocito de cielo que aquí y ahora puedan sentir efectivamente asaltado?

Sus bases serán quienes la respondan.