En nuestro mundo, que no incluye por desgracia a todo el planeta sino a una parte muy exclusiva y selectiva de él, no todos los muertos son idénticos ni suman lo mismo. Es una obviedad pero no está de más recordarlo: en nuestro reducido y exquisito universo ni todos los muertos valen lo mismo ni el ruido mediático que provocan es igual. El pasado 22 de marzo tres explosiones en el aeropuerto de Bruselas y en una estación de Metro de la capital belga provocaban 35 víctimas mortales amén de casi 200 heridos. Cinco días después, el domingo 27, al menos 72 personas perecieron y otras 350 resultaron heridas tras un atentado suicida en un céntrico y concurrido parque de Lahore, Pakistán.

En nuestro mundo, la repercusión del primero fue y sigue siendo minuciosa y exhaustiva y la del segundo escueta… y a las pocas horas inexistente. En nuestro mundo, 35 muertos es una cifra infinitamente mayor que 72. Uno de nuestros muertos equivale como poco a 10 sino a 100 de los caídos más allá de las fronteras de nuestra comodidad. Más aún: los muertos en ese más allá parecen importarnos una mierda. La creencia general y errónea es que yihadistas y adyacentes sólo son salvajes porque nos matan a nosotros; es más: creemos, insisto que erróneamente, que únicamente nos matan a nosotros.

El pasado año se produjeron en Pakistán, sólo en Pakistán, más de 600 atentados con un balance cercano a los 1.100 muertos. Una cifra inferior a los 1.200 atentados y 1.700 muertos de 2014, que a su vez fue inferior a la de 2013 donde se perpetraron 1.700 atentados con un balance de casi 2.500 asesinados. Y nada que ver tiene estas cifras con las de 2009 donde, por ejemplo, hubo 3.500 atentados y 12.800 victimas mortales. Más del noventa por ciento de todos estos caídos eran musulmanes. Según las autoridades pakistaníes, el atentado de Lahore del domingo iba dirigido contra un grupo de cristianos que se había reunido en el citado parque, pero en el recuento final de víctimas, sólo 10 de los 72 asesinados y apenas 50 de los heridos eran cristianos. El pasado 16 de marzo, por citar el anterior atentado ocurrido en dicho país, una bomba estallaba en un autobús cerca de Peshawar y 15 personas perdían la vida. Eran trabajadores del Gobierno de la ciudad y no se habla de ningún cristiano entre las víctimas mortales.

Me parece pernicioso separar a los muertos en función de su religión, color, origen o ideología. Y repugnante cuando se piensa, y algunas veces se dice en voz alta o incluso se escribe, que mientras los yihadistas y adyacentes se aniquilen entre ellos no hay problema, pero a nosotros que nos dejen en paz. Con esto damos a entender, -y aquí radica el racismo del que en demasiadas ocasiones hacemos gala, especialmente cuando el miedo acogota nuestros sentidos- que todos los musulmanes son iguales, es decir yihadistas o adyacentes, y que los caídos durante estos años en Pakistán, por ejemplo, se lo tienen bien merecido por no creer en Dios. En el nuestro, claro.

Mal vamos en nuestro hábitat de cinco estrellas si catalogamos a los muertos en función de la distancia en kilómetros que nos separe de ellos o en función de que su sangre alcance o no el salón de nuestra casa o en función de que eleven sus rezos a Alá o a Jesucristo. Las víctimas no deberían tener religión, color, origen o ideología. Los muertos son muertos, los heridos son heridos, los verdugos son verdugos y los salvajes son salvajes independientemente de donde lleven a cabo sus salvajadas. Y si no somos capaces de aceptar esto corremos el riesgo de engrosar el equipo de estos últimos, ya que no hay mayor salvaje que aquél que cree que la vida, por ejemplo, no tiene el mismo valor en Bruselas que en Lahore.