“¡Tíiiiio!”, gritan mis sobrinas cuando entro a casa. Hago como muchos, volver a mi lugar por Semana Santa, regresar al pueblo. Y mis pequeñas me reciben con patines que apenas ruedan y un puzle sin aristas. Somos como todas las familias, no queremos que les pase nada a los niños. Y cuando me siento con ellas en el suelo, les ato bien los patines, les pongo las rodilleras, coderas y las llevo de la mano por el pasillo. Luego nos sentamos en el cuarto –alfombrado de gomaespuma– para jugar con las muñecas, aunque las abandonamos por aburridas y decidimos pintar y hacer recortables. “Las tijeras las usa sólo el tío”, avisa mi prima desde la cocina. “Vaaaale”, responde la mayor sabiendo que conlleva peligro. Acepta que yo sea el que recorte los dibujos mientras ella los pinta con plastidecores que no pinchan. Y así pasamos la tarde. Pinta y recorta. Luego cenamos con cucharas de plástico, cubiertos de plástico y vasos de plástico. Lo normal. 

En la tele –colgada de la pared– siguen saliendo imágenes del metro de Maelbeek, las maletas abandonadas en la terminal de Zaventem y, de reojo, leo los subtítulos de unos expertos que hablan del vivero de yihadistas en nosequé lugar. “Es un bucle de terror”, dice uno. El rótulo añade que los hermanos El Bakraoui son los kamikazes del aeropuerto de Bruselas. Luego salen pancartas, bengalas en mezquitas y muchos carteles de je suis. Un Tintín de dibujo llora con lágrimas de tres colores, las niñas miran. “¿Por qué llora?”. Me bloqueo.

El contexto del miedo está en muchos países, en todos los lugares, en el sitio más inesperado. Es obvio que el terror lejano influye menos por la teoría de la proximidad. El pavor en lugares que nos son conocidos y semejantes genera una desconfianza en lo cotidiano, nos eriza la piel y las víctimas se ven como vecinos. Así es la naturaleza humana. El miedo real, por cercano, es más turbador, más intenso, más agudo. Todo lo lejano parece inverosímil. Pero perturba cuando te ves empujando un carrito de maletas en un aeropuerto o sacando los billetes para embarcar.

La tele, sin sonido, muestra las fronteras llenas de refugiados, críos como los nuestros entre el barro y padres como nosotros formando filas ante la ayuda. Los niños juegan con la policía griega en Idomeni. Familias a los que ISIS les destrozó la vida y por eso tuvieron que huir de Siria o Irak. Un refugiado se ha quemado a lo bonzo. Desesperación. Las noticias siguen. Una machaca a la otra. Es una cadena de titulares. La plaza de la Bolsa de Bruselas aparece llena de velas y muchos mensajes escritos con tiza. Las banderas son de todos los colores. Ahora dicen que…

Vuelvo la mirada a las niñas. Y a sus cubiertos de plástico.