Me convencieron, invitándome gozosos, para matar a un novio lacónico y feo. Para horadar la lluvia. Para tergiversar, en actos públicos, arduas nociones de Estado. Para reventar, acariciándolos, los globos oculares de la gente joven. Desarrollé así, en el minuto siguiente, una vertiginosa actividad. Sané los cólicos renales de las chachas filipinas. Presioné, una y otra vez, el botón del encendido. Anuncié el otoño. Salpiqué a todo aquel que se encontraba al alcance de las salsas. Pregunté entonces, obstinado, cuál era mi cometido: y me dijeron que Esclavo De Las Cámaras de Gas, un grupo de entre 800 y 2.000 presos forzados a limpiar el Krematorium de cadáveres de judíos, gitanos, homosexuales o prisioneros políticos.

Mi trabajo consiste en vaciar los espacios de cuerpos despojados de cualquier pieza de valor que puedan traer consigo (como dientes de oro), raparles la cabeza e incinerarlos finalmente en el horno crematorio o hacer pilas y quemarlos fuera.

Es horrible.

Nunca lo olvidaré.

Me comporto ante la Dirección como en realidad no soy.

Una película y una novela recientes -El hijo de Saúl, de László Nemes, y La Zona de Interés, de Martin Amis-, rememoran el quehacer cotidiano de un Sonderkommando, es decir, uno de los judíos que colaboraban con los verdugos en un campo de concentración nazi. Hay ahí algo más que un síntoma. Quizá se trate de una constatación en forma de advertencia. Una exhortación enérgica y estrafalaria. Nemes y Amis, realizador húngaro y novelista inglés, contradicen con sus obras, tan demoledoras como necesarias, la lapidaria sentencia de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.

Nunca podremos dejar de retratar aquel infierno, siempre en busca de la moralidad perdida. Sobre todo porque el mundo de hoy parece estar hecho a la injusta medida de los Esclavos De Las Cámaras de Gas. No se fueron, en realidad. Siguen aquí, entre nosotros. Acechan, implacables, con sus alas encharcadas, como si fueran arcángeles caídos, nuestras eternas amarguras de carácter laboral, nuestros miedos, nuestros recortes.

Cada día que pasa veo más Sonderkommandos.

En ministerios, oficinas, redacciones, restaurantes, sucursales bancarias.

O custodiando a los refugiados que llegan desde los bordes de Europa.

Ocupan puestos intermedios en las pymes del horror. Lucen, en su espalda, una X pintada de rojo que sólo ellos ven. De noche, cuando vuelven a casa, se quitan la chaqueta del uniforme, repleto de nuestras manchas de sangre, y leen otro cuento a sus hijos.