Cuando un político aluda a su honor échese rápidamente la mano a la cartera. Rita Barberá lleva dos comparecencias públicas vendiendo ruedas de molino que nadie inteligente podría comprar; envuelta, eso sí, en ese honor de cartón piedra, en ese valencianismo/españolismo cutre y rancio y en esa defensa a ultranza de su comportamiento que raya en lo ridículo, cuando no en lo grotesco. Lo cierto es que al igual que otros compañeros de siglas, empezando por el presidente de su partido que también lo es del Gobierno en funciones, y siguiendo por la secretaria general de los conservadores, la ex alcaldesa de Valencia esconde sin escrúpulos su honor y su credibilidad en el cuarto de basuras de su quehacer político.

Recuerden la rueda de prensa de Francisco Camps arropado por todo su Gobierno cuando en 2009 le acusaron de recibir regalos de la trama Gürtel, y en cómo el entonces presidente de la Generalitat valenciana juró por su honor que él se pagaba sus trajes. Lo hacía, todo pucheros él, con lágrimas en los ojos, la voz entrecortada y el corazón fundido. Ignoro si también aquella mañana elevó al cielo un padrenuestro como la pasada semana en busca de apoyo divino. Pero el caso es que en 2011 tuvo que dimitir por ello y aunque el Supremo no encontró pruebas suficientes de que la Gürtel le pagara los citados ternos, todo parece señalar que ni él ni el altísimo ni tan siquiera su honor habían abonado esos tres trajes, y que fue Álvaro Pérez, El Bigotes, su “amiguito del alma” que también lo era de un tal Francisco Correa, el que corrió con los gastos, según declaró el  propietario de la sastrería.

Recuerden también cuando Mariano Rajoy aludió a su honor en el Congreso de los Diputados tras enviarle a Luis Bárcenas sus sms de apoyo y solidaridad. Y no olviden que mintió como un bellaco cuando juró por su honor –¡cómo no!– que desconocía el volumen de sus fechorías cuando le dijo que fuera fuerte. O cuando a su honor puso por testigo de que iba a acabar de una vez por todas con las prácticas mafiosas y corruptas que ensuciaban su partido… y que pese a su empeño, –otros dirían protección– siguen ensuciándolo cada vez más y más y más y más. Honor, honor. El mismo honor que aparentemente dejaba aparcado en el primer cajón de su mesa de trabajo de Génova cada primero de mes cuando su gerente le llevaba un sobre repleto de billetes –¿serían de 500?– y una caja de puros. Exactamente el mismo honor en el que se escudó María Dolores de Cospedal cuando el malvado Bárcenas, el del finiquito en diferido, la acusó de haber recibido 200.000 euros de Sacyr para sus campañas electorales en Castilla-La Mancha, –y presentó un recibí firmado por el que era mano derecha de la secretaria general para corroborarlo–  a cambio de la contrata de recogida de basuras de Toledo.

El honor de Rita Barberá no está por eso mucho más corrompido que el de otros dirigentes del Partido Popular que  han estado haciendo lo que han visto hacer. Y hay tantos ejemplos aquí y allá que su simple enumeración nos debería avergonzar a todos como simples ciudadanos. Y lo que se hacía en Valencia de 1.000 en 1.000 euros se hizo en Madrid cuando todavía se estaban contando los cadáveres en la trágica mañana del 11 de marzo de 2004. Y seguramente se seguía haciendo de 1.000 en 1.000 hasta anteayer en otras muchas capitales. Era un sistema perfectamente estructurado y organizado que nacía en Génova y se desparramaba a lo largo de toda la geografía española. Pero esto, que nadie se llame a engaño, son las migajas, el chocolate del loro de la verdadera corrupción popular, especialmente radicada en Valencia y Madrid.

La diferencia en este caso y en esta protagonista radica, y se percibe claramente en la puesta en escena de la ex edil del caloret, en que ella se siente especialmente poderosa, protegida y acorazada, no ya por ser beneficiaria de ese aforamiento tercermundista que le otorga el ser miembro de la mesa permanente del Senado, sino por el dedo salvador del líder que la inmuniza y la protege en la distancia intuyendo quizá que al protegerla a ella se protege a sí mismo. Sólo sintiéndose por encima del bien y del mal –más dura será la caída– es posible explicar tamaña cantidad de sandeces, incongruencias, contradicciones y falta de vergüenza por parte de quien ha visto imputados por corrupción a nueve de sus diez concejales cuando era alcaldesa de la capital del Turia. Y deja claro, además, que los corruptos, especialmente los que se tiene agarrados por la entrepierna, se protegen siempre unos a otros.

“Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno  mismo”, dice el diccionario de la RAE al hablar de honor, y es de esa cualidad de la que carece toda esta retahíla de chorizos y filibusteros que nos tiene rodeados pero que sin embargo no podrán escapar. Al tiempo.