Howard Wooldridge ha pasado unos días en New Hampshire de town hall en town hall, el pequeño mitin donde los votantes levantan la mano e interrogan a la persona que quiere presidir el país más poderoso del mundo. Sin preguntas amañadas, sin filtros, sin control y ante las cámaras retransmitiendo en directo para teles y móviles.

Howard lleva un sombrero de vaquero y una camiseta que dice: “Cops say legalize pot, ask me why”. Es de Texas y trabajó en Michigan, pero desde que se jubiló como policía vive en Washington para hacer presión para su causa: no tratar a los drogadictos como criminales, sino como pacientes. No puede votar en New Hampshire, pero no se perdería la ocasión de viajar aquí para acercarse a las personas que aspiran a presidir Estados Unidos. Ha hablado con los principales candidatos y con sus campañas. A veces, han sido conversaciones breves, pero ha conseguido explicar lo que quiere. “Es maravilloso poder charlar con los candidatos. Sólo pasa aquí”, me contaba durante un encuentro con Marco Rubio en un gimnasio de un colegio de Londonderry.

A diferencia de los votantes más enfadados de Donald Trump y Bernie Sanders, Howard estaba bastante satisfecho con lo que había visto en todas las campañas. “La mayoría de los candidatos tienen la posición correcta. Ha habido muchos cambios”, decía. Sus favoritos, Jeb Bush y Sanders. De vuelta a Washington, les contará a los miembros de su organización cómo de receptivos han sido los candidatos. Es una labor fácil para su misión. En 2003, cruzó el país de costa a costa a caballo, ida y vuelta. Tardó seis meses a lomos de Misty. “Soy una de las 14 personas que lo ha conseguido”, presumía en Londonderry. Howard está convencido de que la vida es mejor gracias a lo que ha hecho y a lo que hace.

Las primarias en la carrera a la Casa Blanca están habitualmente llenas de turistas electorales, encuestadores, estudiantes y ciudadanos que no pueden votar en los estados clave, pero quieren cuestionar a los candidatos para transmitir sus preocupaciones. A menudo puede parecer un circo, pero la pequeña política que se puede tocar es todavía esperanzadora.

Las ganas de hacer en Estados Unidos son contagiosas. Frente a la ira paralizadora de Trump y al idealismo retórico de Sanders, el pragmatismo americano siempre está ahí, con ideas a veces locas, pero con objetivos y hechos para sustentarlas: pasos pequeños en nombre de grandes ideales. Es la fuerza que recuerda que un individuo puede marcar la diferencia. Ese espíritu es la mejor cura contra el cinismo, es lo que hace que la vida siga mereciendo la pena.