Las fans de Pablo Alborán se comieron una cristalera en los Goya, los de Justin hacen colas de horas para rozar su aliento y los de Manuela Carmena andan defendiéndola como si fuera la Virgen de la Almatosa. Ruega por nosotros. A mi, que conste, que Manuela me cae divinamente, que me parece una mujer espléndida y con un currículum y un paz contagiosa. En ese “efecto madre” radica su carisma. Cuando habla te la crees y, es más, te apetece abrazarla para salvarla de los marrones de su equipo. Pero los fans que la defienden rozan el 7.0 en la escala sismológica Bieber.

A mi, por genética, los políticos me quedan lejos y les huelo, también de lejos, una diplomacia que a veces es puro funambulismo. En este caso, la alcaldesa de Madrid me cae bien, es de esos políticos con los que cenaría y charlaría amigablemente. No es la única. Pero con ella, desde el inicio de la campaña hipster con cartelitos de ilustradores en autopromoción, se ha generado una nueva y joven beatería cercana a la misa de domingo: repitamos todos. Eres una mákina (sic) he llegado a leer.

Insisto, porque estos artículos normalmente se leen parcialmente y se destaca la frase que nos conviene: me gusta Manuela. Lo que me inquieta es el movimiento fan que aplaude irreflexivamente, como en esos conciertos en los que un ídolo extranjero grita “¡Buenas noches Madrid!” y el auditorio se cae en palmoteos y loas como si pudiera conjugar el subjuntivo bajo los focos. Ponderación amigos, ponderación. Los elogios excesivos se nos van de las manos y acaban en fogoso entusiasmo de fan.

Claro que, en este país en los que otra (ex) alcaldesa, Rita Barberá, se esconde tras la cortina de su casa al estilo Froilán para vigilar a los periodistas desde su salón, no me extraña. Entiendo los aplausos desmedidos.

España siembra baremos esquizoides. Rita ahora escondida, con las gafas bajadas hasta la nariz y mirando a la calle desde su débil castillo valenciano forma parte de otra realidad, la de Valle Inclán. Rita, aquella que salía como un personaje de Fellini al balcón del Ayuntamiento y se la aplaudía como si fuera el tigre de Tom Jones, aquella que bajaba a la calle vestida de rojo y era un pasacalles de vivas y oles, aquella que entraba en los mercados como Cleopatra, aquella mega-alcaldesa valenciana es hoy una mujer que se esconde tras una cortina.

No tenemos medida. Y la medida que tenemos es heredada de El Quijote. Unas veces vemos molinos, otras gigantes. Unas, títeres de Maese Pedro, otras a Melisendra. Melancolías, paranoias y visiones. Eso es lo que hay. Y al final pasa lo que pasa, que todos nos estampamos en la cristalera como enfervorecidos fanes de Alborán.