Estuve el pasado viernes en el estreno en la Sala Fernando Arrabal del Matadero de Sócrates. Juicio y Muerte de un Ciudadano, con texto de Mario Gas y Alberto Iglesias y con dirección de Mario Gas. Es una producción catalana que aúna fuerzas con el Teatro Clásico de Mérida, escénicamente austera como un programa de la televisión albanesa (¿dónde he oído yo eso?) y protagonizada por ese Josep Maria Pou tan bárbaramente imponente que lo mismo hace creíble la locura extrema del Rey Lear que el origen de la razón y de la dignidad filosófica, tal y como creemos entenderla desde hace muchos, muchos años, por aquí, en Occidente.

El estreno funcionó como un tiro. Un público cuajado de miradas interesantes se entregó con obvia sinceridad y hasta emoción (yo no noté ningún aplauso de Judas: la simplicidad de la propuesta no forzaba a nadie a fingir entusiasmo por nada sin pies ni cabeza aparentes) a un texto tan límpidamente previsible, que se permitió incluso el ritornello de llorar la muerte de Sócrates, palabra por palabra, dos veces. Al principio y al final.

Desde entonces he leído reseñas para todos los gustos. Entusiastas y feroces. Es algo que siempre me ha subyugado, la variopintísima subjetividad de la crítica en nuestro país. Conste que no me meto en la libertad de cátedra de nadie, menos aún en la de los que seguramente -o probablemente- saben de teatro más que yo. Yo sólo digo que siempre me ha llamado la atención el contraste entre la, no diré unanimidad, pero sí relativa solidez de las críticas teatrales en sitios como Nueva York, donde lo bueno tiende a ser visto como más o menos bueno por todo el mundo, y viceversa, con la merienda de negros y de pareceres fantasmagóricamente contrastados con que te puedes llegar a encontrar aquí. ¿Tendrá en esta ocasión, una vez más, algo que ver el tema con eternas cuestiones de otra índole, por ejemplo con guerras de poder por el control de los espacios teatrales clave de Madrid?... Ahí lo dejo, por ahora.

A mí esta obra me gustó y hasta salí, debo reconocer, con una punzada de envidia. Porque no se me hubiera ocurrido escribir a mí algo tan obvio y tan agradecido en estos momentos. ¿Que de Sócrates sabemos lo que en el fondo nos da la gana saber, que la democracia ateniense es una mariposa que miramos con lupa para que parezca un águila? Puede. Pero saben, hay veces, hay momentos, hay noches, en que la dignidad de un héroe se mide por hasta qué punto nos hace falta que exista o haya existido.

Irguiéndose hace miles de años a dialogar socráticamente con su propia muerte, a dejarse extinguir en una lazada tan aparente cerrada y en el fondo tan sutilmente enredadora como sus propios razonamientos, agitaciones inquietantes de las aguas de la inteligencia, pataditas en el vientre del mismo dios que es el único que sabe si es mejor morir o vivir (en el texto cambiaron dios por nadie, por aquello de que a estas alturas a mucha gente fina le da vergüenza creer en algo...), bueno, pues nos recordó que nada ni nadie es perfecto. Pero que unos se esfuerzan mucho más que otros. Qué alivio que alguna vez alguien te invite no a la mezquindad sino a la grandeza. Quién sabe si hasta a la esperanza.