Cuentan que cuando nací, justo antes de empezar a berrear, me senté en la camilla y, con el Bic de la matrona, escribí una nota: “Estaba mejor dentro”. Proseguí, después, caligrafiando en árboles, pájaros, perros o sucursales bancarias. Redacté, incluso, tablas de la ley hechas de piedra pómez. Y voluminosas biblias para manadas de auxiliares administrativos empeñados en pasárselo bien en la otra vida. Mi cuerpo, de hecho, lleva tatuado por mí mismo, desde aquel entonces, una biografía de tinta azul cobalto.

Colaboré, rebasado ese lento dolor que llaman adolescencia, en incorruptibles fanzines y revistas más o menos especializadas. También en dominicales de todo tipo, ralea y condición. Y en todo aquel semanal, mensual, anuario y hoja suelta, tanto volandera como parroquial, que daba cobijo a mis escritos. Fui, durante aquellos luminosos años, el poema que escribe el poeta enamorado de las cuestiones más umbrías el día que se le va la mano con la botella de DYC. Ejercí de retrato de Dorian Grey al que el paso de los años va mordiendo los perfiles del personaje, el propio color, y todo se dispone lenta pero inexorablemente a volver a la nada.

Y así, sin poderlo evitar, aunque luchaba por permanecer indiferente ante la tentación de los bolígrafos, escribía y escribía y reescribía mientras veía con lucidez las condiciones del avispero en el que me hallaba metido hasta el pescuezo, y sobre todo pude constatar que cuando los ojos de alguien se posaban en mis palabras, era como si le vaciasen encima el cubo con miserias de una letrina carcelaria.

Como estaba previsto, acabé al final contratado como corresponsal de guerra para una lóbrega agencia de noticias. Porque lo que estaba bien patente es que el pequeño escribiente florentino en que me había convertido, era a la vez, con perdón de mi señora madre, un hijo de la gran puta dispuesto a colgarse medallas a cambio de un Pulitzer. E intenté contarlo todo, pululando de batalla en batalla, hasta que perdí los brazos en Irak y las piernas en Afganistán. Rebusqué en busca del fusil que perdió un tal Johnny. Pero nunca lo encontré.

Hasta hoy, aunque le sigo mintiendo a mi madre, quien cree que en vez de escribir toco el piano en un afamado burdel. E imagino que seguiré así, dándole a la tecla con la punta de mi nariz, hasta que este mundo raro y cruel deje de inquietarme.

Por mi parte, sigo pensando que estaba mejor, pero que mucho mejor, dentro.