¿En qué país (o conjunto de países, que eso no está claro), nos estamos convirtiendo? Después de poner en vilo a la clase política nacional y a buena parte de los ciudadanos con su esperpéntico show este fin de semana, resulta que, al final, empatan.

Mira que era difícil empatar entre 3.030 votantes pero, tres votaciones después, lo han conseguido. Parece un chiste malo pero, tristemente, no lo es. Como tampoco lo es, y también lo parece, que tanto, absolutamente tanto, dependa del extraño y al parecer equilibradísimo criterio de las bases de la CUP.

El Gobierno catalán que debió salir de las urnas tras las elecciones del 27 de septiembre aún no se ha podido constituir y nos dirigimos, seguramente, a un nueva convocatoria electoral. Mas no se va, y a Mas no lo echan. Entre una y otra circunstancia, continúa la cruenta y sin embargo infructuosa batalla por gobernar en Cataluña.

En el resto del Estado, tras el 20-D, tampoco estamos mucho mejor: aún no sabemos si gobernará una coalición de derechas apoyada por el PSOE, o una de izquierdas liderada por el mismo partido, pero entregado en gran medida a su hipotético gran socio, Podemos. O si, quizá como en Cataluña, deberemos volver a partir de marzo a las urnas, frustrados y cansados de la incapacidad de los políticos para acordar investir a uno u otro.

El bloqueo institucional es evidente, y el daño al país también comenzará a serlo en breve. Demasiados gobiernos en funciones; demasiados gobiernos estables por crear; demasiado extraño ese asombroso empate entre los miembros de la CUP.

La gobernación de España empieza a parecerse más a un disparate lento y cansino que a lo que todos querríamos: la ejecución lógica de lo que han dispuesto las urnas. Porque murió el bipartidismo, sí, pero aún no sabemos qué es lo que ha nacido. Qué es eso que hemos creado entre todos sin sospecharlo ni pretenderlo.

Lo que sigue perpetuándose del mismo modo es el egoísmo de los máximos dirigentes de los dos grandes partidos: sin ellos culminar acuerdos sería, probablemente, mucho más sencillo. Pero como buenos políticos españoles, no se van hasta que los echan. Literalmente.

Y eso que uno obtuvo el peor resultado histórico de su partido; y, el otro, el peor desde 1989. Que, entre ambos, han perdido más de 5 millones de votos en la calle y 83 escaños en el Parlamento con respecto a 2011. Aún así, a pesar de su hecatombe electoral, ambos se sienten, para asombro de todos, legitimados para gobernar el país.

Un país, el nuestro, en el que se puede, increíblemente, empatar a 1.515.