Pues tenía razón Pablo cuando decía que olía a remontada. Casi nadie le creía hace tan solo unas semanas: entonces nadie olía nada. De hecho, si a algo olía, era a político chamuscado por la desilusión; a profesor de Universidad fatigado; a aspirante a alguna abstracción con demasiado commuting Madrid-Bruselas.

Pero entonces, a finales de octubre, Iglesias se despidió del Parlamento Europeo con una soflama de dudoso gusto contra los eurodiputados presentes –"Vuelvo a mi país para que no siga habiendo gente como ustedes en el Gobierno"- y resurgió de nuevo el ambicioso político que parecía escondido, ese que dirigió la Marcha del Cambio.

Hace solo unas semanas, aunque visto ahora parece una eternidad, hasta el emergente Albert Rivera le hacía el vacío, intuyéndolo muy por detrás y sin apenas capacidad de aceleración.

Se equivocó el catalán. Han sido varios esprints, uno de ellos con máxima audiencia y tres rivales a los que se zampó, y ya está aquí. La remontada, digo. Esto empieza a parecerse demasiado al fútbol: estrellas del espectáculo que van a un bar a debatir, como con Évole, o a casa de Bertín a solas, como hizo Rajoy, para que, al final, pueda ganar cualquiera, como el Villarreal al Real Madrid.

Para eso, para que pueda ganar cualquiera, resulta fundamental la capacidad escénica. Y ahí no hay quien le discuta a Pablo el liderazgo: es un maestro del lenguaje no verbal. A veces, cuando parece necesario, se deja ver el sudor en las axilas, o hace que se deslice un par de lágrimas por sus mejillas trabajadoras frente a miles de podemitas o, más importante, ante un puñado de fotógrafos.

La calidad verbal también es esencial. E Iglesias, en esto, se crece hasta mostrarse especialmente brillante: apela a las tripas, a la médula; a la utopía de un mundo mejor y más justo. Puede que sea una alucinación y no un sueño, pero funciona.
Y lo hace tan eficazmente que en estos últimos metros tan disputados, con la cinta que ya se ve ahí, antes de doblar la semana, el pánico escénico, y todos los otros, se apoderan de sus rivales.

Rajoy se precipitó –cuando menos– cuando llegaron tristes noticias de Kabul; Rivera no encuentra –¿dónde estará?– el impulso que lo catapultó brevemente a la segunda posición; pero el pánico invade, sobre todo, a Pedro Sánchez, su rival más natural.

Igual que Zapatero no quiso ver la crisis hasta que le engulló a él y a todos los ciudadanos, Sánchez no quiere darle a los pronósticos de las encuestas el valor que les corresponden. Y sigue pensando en ganar las elecciones y en gobernar. Lo primero no va a ocurrir; lo segundo parece improbable, pero en gran medida dependerá, precisamente, del alcance de la remontada.