Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión Libro primero. Camino del 36

El cabreo monumental de Gil-Robles

 (11 de diciembre de 1935, miércoles)

11 diciembre, 2015 00:22

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Al salir del coche, José María Gil-Robles traía la cara de los peores días y eso asustó a los guardias que se acercaban a abrirle la portezuela. Atravesó el patio, subió la amplia escalinata de mármol, saludado cada tres escalones por un guardia presidencial con casco empenachado. En el interior, ya sin abrigo ni sombrero, un soldado tieso como una baqueta le abrió paso al salón de recepciones donde Sánchez Guerra, secretario del presidente, lo acompañó hasta la puerta del despacho, molesto porque se hubiera adelantado. Gil-Robles entendió su incomodidad al toparse, saliendo del despacho, con el ministro de la Gobernación, De Pablo Blanco, bien conocido por su absoluta entrega a la voluntad de don Niceto. Nada sorprendido, Gil-Robles le dijo de pasada:

-O retira los hombres que vigilan mi ministerio ahora mismo, o vamos a tener usted y yo un problema muy grave…

De Pablo Blanco aún balbuceaba sus excusas cuando, sin darle tiempo a contestar, Gil-Robles irrumpió en el despacho del presidente y, sin mediar palabra, le espetó con ojos furibundos que ya estaba bien de sus intrigas y maniobras.

-¿Me puede decir a qué se refiere? –repuso el presidente, ofendido.

La antipatía que se tenían ya era abierta y la hostilidad de Gil-Robles demostraba que no estaba dispuesto a guardar las formas. Durante mucho tiempo lo había hecho. Durante demasiados meses había aguantado aquellos Consejos inacabables en palacio, que constituían una verdadera tortura. Don Niceto repetía que la diferencia entre la monarquía y la República radicaba en que en aquella los ministros eran consejeros del rey y que en esta era el presidente quien aconsejaba a los ministros. So pretexto de ello, las reuniones duraban alrededor de tres horas durante las que, amén de las diversas recomendaciones, era forzoso escuchar al final una larga disertación presidencial sin posibilidad de discusión, puesto que una de las costumbres del presidente era terminar su intervención levantándose sin más y salir de la sala para no dar lugar a réplica.

-Ya está bien de sus jueguecitos, don Niceto. Hace dos días me sugería que me encargaría la formación del Gobierno, como me corresponde en buena lógica parlamentaria. Y ahora me doy cuenta de que nunca lo ha pretendido y que, para más inri, me tiene bajo vigilancia…

-Don José María, le ruego…

-No, no –estalló Gil-Robles– ahora me va usted a escuchar a mí. O retira inmediatamente esa vigilancia o la entente de esta República se acaba…

Tras dar un paseo después de almorzar por la Casa de Campo, acompañado por su ayudante el teniente coronel Del Pino, al llegar al cruce del nuevo puente, paralelo al de los Franceses, con la antigua carretera de Castilla, el coche de Gil Robles había sido detenido por dos agentes de la Guardia Civil que dijeron tener orden de adoptar medidas de vigilancia. A su vuelta, alrededor del ministerio había guardias de asalto de servicio con tercerola y un guardia civil de su confianza le confirmó que desde primera hora de la tarde se había avisado a los cuerpos de seguridad para que mantuviesen bajo vigilancia el ministerio de la Guerra, los cuarteles y los aeródromos. La orden era emplazar las ametralladoras ante cualquier síntoma de alarma.

-Mire usted, don José María. Yo entiendo su malestar, pero estas Cortes están manifiestamente agotadas. Son incapaces de sostener gobiernos estables y, de todas maneras, se incapacita para gobernar quien intriga fuera de la Cámara…

-¡Eso es intolerable! –exclamó Gil-Robles, que acababa de entender lo que estaba pasando–. ¡Eso significa que piensa usted disolver las Cortes! ¡Y luego me acusa usted a mí de planear un golpe de Estado!

-No sé aún si disolveré las Cortes –respondió Alcalá-Zamora, esquivo–. Y tampoco conozco sus planes actuales…

Gil-Robles perdió el color. Intentaba controlarse.

-No se está usted dando cuenta de lo que hace. Estoy viendo el porvenir de España, señor presidente, y con toda la angustia del mundo le ruego que no dé ese paso. El momento no puede ser más inoportuno. Las Cortes se hallan capacitadas aún para rematar una obra fecunda, y después puede llevarse a cabo sin riesgos la consulta electoral. En cuestión de meses podemos culminar lo iniciado por Chapaprieta, sanear la Hacienda y hacer un plan de obras públicas que absorba buena parte del paro, liquidar el proceso del 34, aplicar la reforma agraria con los millones consignados, completar la reorganización del ejército, poniendo en marcha nuestras industrias militares, y reformar por fin la Constitución. Impedirlo es tremendamente peligroso. Para las izquierdas sería un triunfo y aprovecharán el descontento de los estratos sociales inferiores a favor de los cuales iba a redundar nuestra obra. Sería injusto habernos permitido preparar durante siete meses de intenso trabajo un plan de reconstrucción nacional si no pretende dejarnos llevarlo a la práctica. Y eso en unos momentos en que el país se encuentra deprimido económicamente, con un proletariado desempleado y un gravísimo problema de excedente de trigo en el campo…

Alcalá-Zamora escuchaba pero no atendía, y Gil-Robles comprendió que su decisión estaba tomada. Su voz vibraba de indignación. El tono volvía a subir.

-Usted está contento porque piensa que con ese partido de centro que pretende crear con Portela sustituirán al defenestrado Partido Radical. Pero está jugando a aprendiz de brujo, y si su jugada falla lo que hará será arrojar a las derechas fuera de la legalidad y del acatamiento al régimen. Con el fracaso de mi política, solo cabrán ya las soluciones violentas. Triunfe quien triunfe en las urnas, no quedará otra que la guerra civil. Y su responsabilidad por la catástrofe será inmensa. Y sobre usted recaerá el desprecio de todos, porque será destituido por cualquiera de los bandos triunfantes. Le prevengo que no volverá usted a verme jamás aquí y que habrá destruido usted una misión conciliadora…

A don Niceto le costaba mirarle a la cara.

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