Los debates electorales se ganan con el corazón, aunque luego los ciudadanos votan con la razón. De no ser así, y especialmente después de lo visto en el debate a tres bandas y media de este pasado lunes, podría deducirse que Pablo Iglesias sería el más votado el próximo 20 de diciembre en lugar de acabar, salvo sorpresas no descartables de última hora, en el cuarto lugar que le otorgan las encuestas. En los debates da igual lo que digas mientras lo hagas con la pasión necesaria. Y la de Iglesias parece nacida de la más pura convicción, de los más profundos ideales. Es secundario que no se esté de acuerdo con sus ideas, incluso que no se esté en absoluto de acuerdo con ellas para reconocer que el líder de Podemos superó a la sustituta que envío Mariano Rajoy a su televisión amiga, y también a Pedro Sánchez y a Albert Rivera. Y lo hizo fundamentalmente por la pasión que puso en el empeño, por su poder de convicción. Por la intensidad con la que arremetió y desarmó, en uno u otro momento del debate, a cada uno de sus dos oponentes y medio. Siempre debate como si no hubiera un mañana. Se viene arriba y cada vez más arriba conforme nos acercamos al 20-D. Lo de Iglesias sale de dentro y sale con la rapidez y brillantez necesaria para parecer creíble. Y con esa aparente, y digo aparente, credibilidad que desprende, y que ha desprendido en cada uno de los debates, entrevistas o conversaciones que le he visto, es casi seguro que muerda en ese 22 por ciento de indecisos que según los politólogos y encuestadores todavía no saben a quién votar, y también en algunos ciudadanos que ya creían saberlo y que a lo mejor se lo replantean.

En el otro lado de la iconografía de la nueva política se encuentra Albert Rivera. Era, como Iglesias, la pasión necesaria, el verbo rápido y fluido, las ideas claras y rotundas, la certeza absoluta en lo que se estaba haciendo y en lo que se estaba diciendo, la limpieza imprescindible siempre. Con una lengua indomable y contundente y una dialéctica imbatible, el líder de Ciudadanos era la otra cara de la misma moneda que deja atrás definitivamente los usos y costumbres de los viejos partidos y más viejos políticos. Sin embargo, en los últimos días, Rivera ha empezado a decir lo que debe más que lo que siente; parece sufrir el vértigo de la victoria, el vértigo del que puede, quizá, incluso ganar y se siente en la necesidad de medir imperiosamente sus palabras. Y en esa medición ha empezado a dejar de ser él. En el debate de este lunes se le vio un tanto nervioso, inquieto, bailarín… como si tuviera problemas con la chaqueta de su traje, como si no supiera donde meter sus brazos, como si se hubiera bajado en marcha de esa fuerza de la naturaleza insobornable que lo había llevado por derecho propio a ese plató de televisión. El daño que Iglesias infligió a Sánchez fue infinitamente mayor que el que Rivera pudo infligir a la sustituta que envío Rajoy, pese al momento Bárcenas; se disfrazó de cínico y posibilista y dio la sensación de querer dejar las puertas abiertas por lo que pueda pasar el 21 de diciembre. Él debatió sabiendo que sí hay un mañana. En el enfrentamiento dialéctico del lunes se vio claramente que uno de los dos recién llegados no tenía nada que perder y que el otro tiene todo por ganar.