Carlos Rodríguez Casado

Carlos Rodríguez Casado

Opinión Vísperas del 36

La obsesión de Chapaprieta

(8 de noviembre de 1935, viernes)

8 noviembre, 2015 02:57

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Resumen de lo publicado. -Chapaprieta aprovecha la salida del Gobierno de los radicales tras el Estraperlo para mostrarse como el nuevo salvador económico del país.

Y mientras todo esto ocurría, ¿qué hacía Chapaprieta? Pues Chapaprieta seguía obsesionado con ser el salvador económico del país. Como jefe del Gobierno, pensaba que la raíz de todos los problemas nacionales estaba en la mala fiscalidad y creía que su ambiciosa ley de Restricciones, tan cuestionada por los políticos como exaltada por la población, sanearía la Administración del Estado, acotando de entrada los proverbiales abusos presupuestarios en materia de personal. Eso daría al país, una vez liberado del lastre de los malos hábitos, alas para encarar el futuro inmediato, tras una imprescindible nivelación del presupuesto. Así lo había anunciado desde el banco azul la primera vez que entró en el Gobierno, y lo seguía sosteniendo en la última entrevista concedida a la prensa.

- Repito por enésima vez que mi intención es que en el 36 el déficit previsto de ciento cuarenta y ocho millones de pesetas no tenga reflejo a la hora de liquidarlo, pues lo tendremos prácticamente nivelado. Me satisface poder anunciar que la cantidad ahorrada del presupuesto, entre economías de gasto y reducciones en los capítulos de deuda y clases pasivas, es de cuatrocientos millones. Y les recuerdo, señores, que si añadimos a eso los quinientos millones que han aumentado los ingresos, con relación al presupuesto del año pasado supone una mejora global de novecientos millones de pesetas. En definitiva, el Estado ha aumentado la recaudación con respecto al año anterior por las mismas fechas en doscientos cincuenta millones en números redondos; y ello sin emplear violencia ninguna. Jamás habíamos tenido una recaudación semejante y eso invita al mayor optimismo...

Aquel saneamiento era la quijotesca misión que se había encomendado a sí mismo este hombre austero y trabajador, quien realmente pensó, viendo el engañoso entusiasmo con que los acogían los restantes diputados, que sus planes eran realizables. Pero por supuesto no contó con que a sus colegas les asustaba el cómo iban a afectarles personalmente o en su entorno político inmediato –cada cual en su ministerio- y no dudaban en meterle todo tipo de palos en las ruedas. Y tampoco con la resistencia de los radicales, después del escándalo del estraperlo que había sacado de mala manera a su jefe del banco azul.

¿Y cómo reaccionaba Chapaprieta a tantos contratiempos? Pues de la única manera que sabía: trabajando. Agobiado con sus dos carteras, la presidencia del Consejo y la de Hacienda, que no pensaba abandonar (si había aceptado la presidencia del Consejo era precisamente porque pensaba que ello facilitaría su labor fiscal), el hombre no paraba. Comenzaba la jornada a las cinco de la madrugada y hasta las ocho, sin salir de la cama, estudiaba los diferentes decretos de sus ministros y preparaba las reuniones previstas con miembros de su Gobierno.

Ducha, desayuno apresurado con los hijos, antes de que fueran al colegio, beso a la esposa, caricia a su bonito dálmata y a las nueve en punto se presentaba en el ministerio de Hacienda, donde despachaba hasta el medio día con el subsecretario. Generalmente, a primera hora de la tarde se trasladaba a presidencia, aunque hoy había hecho escala en el palacio de Buenavista, donde tenía pendiente resolver cierta cuestión de una película americana de la Paramount que Gil-Robles pretendía retirar de la cartelera, algo que se había convertido en una mosca cojonera para el Gobierno, propiciando llamadas de Washington y las embajadas. Luego, ya en presidencia, se dedicó hasta las tres a recibir visitas, pues era costumbre que el jefe del Gobierno tuviera su puerta siempre abierta a los parlamentarios y hoy encima le entraba el propio Lerroux –muy frío, era la primera vez que hablaban desde su destitución- para intermediar en lo de la Paramount.

Tras un almuerzo rápido en presidencia tocaba irse a la carrera de San Jerónimo. La sesión del Congreso comenzaba con la protocolaria pero fría visita a Santiago Alba, su presidente, antes de instalarse en el banco azul para aguantar en medio de una Cámara cada vez más vacía y sin radicales. Pero como se habían criticado tanto las ausencias de Lerroux durante sus gobiernos, Chapaprieta quería dar ejemplo. El día se iba agotando, aunque antes de volver a casa era obligado visitar al presidente de la República, en su domicilio de Chamberí, cuyo caudal verbal era tan inagotable como las cataratas del Niágara.

Cuando estuviera de nuevo en casa serían las diez y media, de noche, y su mujer le esperaría con la mesa puesta. Los chicos habrían cenado, estarían acostados y Chapaprieta se acercaría a darles las buenas noches a sus respectivas camas, y pasaría a su despacho para rematar algún último asunto antes de acostarse. Diecisiete horas de trabajo en un orden que, si se alteraba, era para incluir los martes y los viernes el correspondiente Consejo de ministros, compensándolo trabajando los lunes y los sábados, que no había sesión en Cortes. En definitiva, toda la energía humana posible dedicada al servicio público. Y todo, ¿para qué?...

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