La derrota del constitucionalismo en el debate público sobre el desafío nacionalista en Cataluña tiene su origen en una adversativa. El hecho de que la inmensa mayoría de razonables críticas que el delirio de Artur Mas ha recibido desde la izquierda se haya reservado una coda para Mariano Rajoy muestra hasta qué punto seguimos padeciendo un trastorno adolescente.

El miedo paralizante a que a uno le confundan con elementos ideológicamente indeseables es lo que nos obliga a coserle un profiláctico pero a algo tan obvio como la defensa de las garantías constitucionales. Todo es fruto de una cobardía básica, de un terror primitivo y poderoso, como de cuento de Lovecraft, del que ni siquiera es capaz de escapar alguien tan curtido como Albert Rivera cuando reniega de los elogios que le dedican los rojos, duranes o espadas. Cuando Rivera estaba sometido a estricta cuarentena política no era tan celoso a la hora de elegir compañías.

Con su "Visca la República Catalana", la presidenta del parlamento de Cataluña, Carme Forcadell, redujo a una las opciones de Mariano Rajoy: la aplicación de la ley. Los hechos consumados son la negación de la política. Plantear un diálogo con quien ha registrado una resolución que declara nula la jurisdicción del Tribunal Constitucional sería como intentar jugar al billar con una cuerda, que es como Camille Paglia describió el sexo a los 90 años.

El independentismo en Cataluña se ha convertido en un designio superior que permite que conservadores, republicanos de izquierdas, ecocomunistas y antisistema compartan una unidad de destino. Es un fenómeno que lleva tiempo fraguándose. Lo que hemos podido descubrir en estos días recientes es algo todavía más preocupante, que hay una gran masa de ciudadanos de una democracia occidental que están dispuestos a aceptar que sus representantes les despojen de sus garantías sin haberles siquiera especificado cuál será el nuevo marco jurídico que les proteja. ¿Qué digo aceptan? ¡Que les alientan a hacerlo! La resolución que marca el inicio de la llamada desconexión catalana es exactamente eso, una propuesta a vivir a la intemperie hasta que un nuevo estado les cobije. Y el motor de todo el proceso son los batasunos sin refinar de la CUP.

Caminan hacia lo incierto con la decisión de un paria, de quien no tiene nada que perder. El mal colectivo que se vive en Cataluña recuerda tristemente a aquel diagnóstico de Albert Cohen: "Padecían la enfermedad de los ricos: creerse pobres".