El concejal valenciano Joan Calabuig resumió en 2013 las discrepancias que la ordenanza sobre prostitución generaba en el PSOE con una conclusión antológica, que azotó los titulares del día y el chismorreo de los nombres propios: "En el partido hay compañeros que se van de putas". Ese hábito ajeno le hizo tomar conciencia, dijo.

Sin necesidad de que Meritxell Batet o Carmen Montón hayan insinuado la querencia libertina de un solo miembro de la Ejecutiva socialista, aquella frase lapidaria recupera el brillo de la maledicencia con el debate que la gestión del putaísmo ha tenido en el hervidero de ocurrencias que dirige Pedro Sánchez.

A riesgo de convertir su partido en una casa que recibe a todo aquel que grite la superioridad ética de la socialdemocracia, y con la misión de "abolir" la prostitución, los expertos del PSOE se proponen "penalizar la compra de servicios sexuales".

El PSOE pone el foco en la persecución del "proxenetismo lucrativo" (la redundancia es determinación) y en la clausura de mancebías. No aclaran si la producción y consumición de porno, donde también se coge por dinero, serían delitos.

De las hieródulas que se ofrecían en los templos de Corinto o Sicilia hace miles de años a las muchachas explotadas en los arrabales, la historia de izas y rabizas ha pasado demasiadas cruzadas y prejuicios como para que un partido serio pretenda despachar una realidad tan compleja con los simplismos monómanos de sus militantes más puristas.

Erradicar la prostitución se antoja un empeño tan absurdo como acabar con los arbustos moráceos. Otra cosa es regular el fenómeno. La política exige propuestas verosímiles que contribuyan a una mejor convivencia por muy imperfecto que sea este perro mundo. Pero cuando la moral invade el derecho, la moralina, el fariseísmo y la victimización terapéutica y espiritual de los ciudadanos inundan de doblez todos los ámbitos de la vida.

El único modo razonable de gestionar la prostitución, como el tráfico de drogas, es legalizándolos, lo que supone aceptar la cuota de blanqueo que esa normalización conllevaría para los promotores del negocio. Que proxenetas y traficantes pasen a formar parte de la lista de sufridos contribuyentes no debería escandalizar en una sociedad que no tiene reparos en llamar 'emprendedores a fabricantes' de armas, industriales del juego, distribuidores de cobalto y gestores de inextricables hedge funds.

Entre mujeres esclavizadas o desamparadas por el Estado y mujeres más o menos impelidas o decididas a hacer la calle en condiciones laborales y sanitarias regladas, qué quieren que les diga. Y entre la actual alegalidad del "volquete de putas", que decían los corruptos, y la clandestinidad a quemarropa que propone el PSOE, pues no parece que el arreglo socialista vaya a mejorar nada distinto que la conciencia de la atribulada, aunque a veces disoluta, familia socialista.