Cuando Leonardo Padura nació, aún faltaban cuatro años para que la Revolución de los Barbudos tomara La Habana. Aquello sí que fue tomar el cielo por asalto. No es que la Cuba de Batista fuera un paraíso, pero al menos no estaba secuestrada.
Entonces, mis padres luchaban por prosperar en Guantánamo, que aún era un pueblecito junto a una base naval americana que regaba de dólares el Oriente del país, y no una cárcel infausta llena de gente sin juzgar.

Ocho años después, mis padres tomaron la decisión que Padura nunca tomó a lo largo de su vida. Ahogados por una sociedad en la que ya no se podía respirar, admitieron que el Castro al que apoyaban en el 59 no era el que luego se apropió del país, sino un tipo disfrazado aún, alguien que seguía en el armario de las libertades. Así que rompieron sus vidas en dos y nunca regresaron al lugar donde los Castro aún mandan.

Padura prefirió vivir la isla. No es extraño: aun confiscada por la Revolución goza de encantos que no hay en ningún otro lugar sobre la Tierra. Los mismos que hechizaron a mi padre, español, y que lo hicieron amar a Cuba. Los mismos que trajo al exilio mi madre, tan cubana como Padura, tan cubana como Fidel.

"Somos pobres en un país de pobres", dice un personaje de El rey de la Habana, la oscura película de Agustí Villaronga. Tantos años de Revolución, de ideología, de guerra al americano, para acabar así, entre porquería.

Padura, que hoy recoge el Princesa de Asturias de las Letras, es mucho más que el detective Mario Conde. Es tanto como El hombre que amaba a los perros. Es tanto como la hermosísima película del director francés Laurent Cantet Regreso a Ítaca, filme con guión del escritor cubano basado en su La novela de mi vida.

La de la mía incluye a unos padres que creyeron en las libertades que traía Castro y a quienes después invadió la mayor de las decepciones y, con ella, el amargo exilio a la España gris de los 60.

Ahora que miles de refugiados cruzan Europa a pie huyendo de las miserias del hombre, sus guerras y su odio, en busca de un lugar donde vivir, conviene recordar que el exilio desbarata vidas, aunque resulte, a veces, no tanto la mejor, sino la única opción.

Padura nunca lo quiso. "Este negro nació en Cuba y se muere en Cuba", dice el rey de la Habana. Ojalá que Padura tarde mucho en morirse; ojalá, también, que algún día concluyan los exilios fustigados por la crueldad de los hombres.