Este peatón pasea por la calle como el personaje de Ray Bradbury. En 1951, el escritor publicó un cuento corto El Peatón. En ese cuento, nos encontramos a Leonard, el protagonista, haciendo algo insólito en la sociedad futura de 2053: caminar. Las calles son silenciosas y da la sensación de que se "camina por un cementerio".

El peatón no está solo, sino que se siente solo. Camina sin rumbo durante todo el día y llega a casa a medianoche. Ve "ventanas oscuras", "débiles resplandores de luz", "fantasmas grises" y casas que parecen tumbas. Mientras camina por la ciudad, el peatón distingue débiles resplandores de luz que son televisores encendidos con ciudadanos silenciosos atentos.

Cuando Bradbury escribía esta historia, el coche se estaba convirtiendo en un ser superior en las ciudades americanas y todo se acomodaba a los vehículos. Empezaban las casas unifamiliares y caminar era visto como un crimen. Los peatones se convertían en tipos solitarios y en seres que viven en el peligro de las calles.

Ahora este peatón que escribe pasea mucho. Tiene mucho tiempo libre e imita a Bradbury por las calles de Madrid. Recuerda su infancia cuando daba los buenos días al salir del edificio, saludaba a la vecina que abría la puerta al escuchar ruido, daba charla en la panadería y comentaba la cercanía de la Navidad y los problemas del colegio, daba cuenta de la salud de la abuela y charlaba, charlaba, charlaba. Las calles no eran ejércitos de autómatas y las cafeterías eran cuadros en 3D.

La temperatura de las calles ha cambiado. Observo con tristeza desde la calle a una pareja que está sentada frente a frente, pero no cara a cara. Cada uno mira su móvil y la pantalla ilumina sus ojos. Ambos tienen dos cervezas calientes sin espuma sobre la mesa. El camarero les ha dejado unas patatas que siguen ahí intactas. Invisibles como el camarero. No ha habido hola, ni gracias, ni mirada.

El chico y la chica siguen paralizados, anestesiados, frente a su pantalla de móvil. Son pareja, el bebé está dormido en su carrito junto a ellos. Un tipo choca conmigo en la calle, me da en el hombro y hace un gesto. Va con él móvil guasapeando, trastabilla y casi se le cae al suelo. Ruge ante el peligro. Suena entonces una llamada y se queja porque el mensaje que estaba escribiendo se le borra. "¿Mamá? Qué querías. Estaba ocupado".

Esas pantallas son las ventanas de Bradbury. Aparentemente llenas de vida. Nos acercan a los que tenemos lejos, nos alejan de los que tenemos cerca. Tienen mil aplicaciones, algunas para ligar. Pero paseamos sin mirar las caras y damos "me gustas" a una foto aparente que nos llama la atención. Nos estamos perdiendo la vida, la real. Aunque, quién sabe, a lo mejor estás leyendo esto.