Fuera cual fuera el resultado de las elecciones en Cataluña, el día de hoy estaba señalado de forma inevitable como el día de la frustración. Los catalanes han votado y no va a pasar nada más grave de lo que ya ha pasado. Pero no son tan buenas noticias, porque lo que ya ha pasado es muy grave.

Lo que ya ha pasado es que en un momento socioeconómico crítico una parte sustancial de la población catalana ha dedicado todo su esfuerzo, creatividad y tiempo en perseguir una quimera, iba a escribir que irrealizable pero eso es un pleonasmo.

Lo que ya ha ocurrido es que la trama de afectos y confianza que conforma a una sociedad sana ha quedado irremediablemente dañada.

Lo que ya ha pasado es que la desconfianza respecto de Cataluña ha crecido en toda España y se ha convertido en habitual esa cantinela irresponsable del "Por mí, que se independicen".

Ha pasado que el miedo se ha apoderado de los empresarios o que los bancos amenazan con largarse de los lugares de los que han tomado su nombre.

A unas horas del cierre de los colegios en Cataluña, el problema no es lo que pasará sino lo que ya ha pasado.

Hemos visto al presidente del partido conservador catalán clamando, cual sandalio de la CUP, contra los poderes financieros; a una multitud de personas aparentemente bien constituidas arrastrando un puntero gigante por La Diagonal, a Karmele Marchante envuelta en la estelada, al presidente del Gobierno balbuciendo incoherencias sobre la nacionalidad de sus nacionales y al jefe de la diplomacia española discutiendo en pie de igualdad con el número cuatro de una candidatura electoral en una televisión autonómica. Es como para agarrar por los hombros al bueno del replicante Roy Batty y gritarle a la cara: "No me sermonees, tú no has visto nada".

Todos nos hemos dejado arrastrar por una aventura delirante que en algún momento se toparía de bruces con la cruda legalidad. De la prensa al gobierno, las instituciones de la democracia llevan meses haciendo inventario de los problemas de una futura Cataluña independiente, que es como si alguien te dice que va a invertir en un hipódromo para organizar carreras de unicornios y tú le desanimas discutiéndole su viabilidad financiera. En ese sentido, esto se parece al poema de Kavafis pero al revés. Lo malo no es el destino, que ya sabemos desde el principio cuál es, sino todo lo que nos hemos dejado en el trayecto.