Estambul

Çelik Ozdemir se sienta en el sofá de una oficina todavía vacía en uno de los barrios céntricos de la caótica Estambul. Apenas un escritorio, un par de sillas y un módem solitario la adornan. Hace sólo tres semanas que se acaban de mudar. Mientras habla de su proyecto, atiende al teléfono y termina de firmar los papeles que los constituyen legalmente como una ONG que defiende los derechos de los refugiados que pertenecen al colectivo LGTBI.

“Todos los refugiados se enfrentan a más problemas que cualquier persona en situación de pobreza en Turquía. Los refugiados del colectivo LGTBI tienen aún más problemas. Los transexuales, más. Y las mujeres refugiadas transexuales que trabajan en la prostitución y tienen el virus del VIH, todavía más”, dice.


Çelik y Mete, dos voluntarios activistas por los derechos LGTBI, se percataron de que los refugiados que pertenecen a este colectivo tienen unas necesidades especiales que hasta ahora ninguna organización había cubierto. “Hay un cuadro posguerra, , y de discriminación a distintos niveles: entre homosexuales y transgénero, entre los turcos LGTBI y los refugiados LGTBI, y a nivel de raza y religión entre los mismos refugiados”, explica Çelik. “Queríamos crear una ONG que apoyase al colectivo, y fue entonces cuando entró Humanwire en la ecuación y nació la idea del refugio”.


Humanwire es una plataforma estadounidense de crowdfunding que, a grandes rasgos, busca dar apoyo a los refugiados a través de campañas de donación para necesidades específicas. En Turquía, Owen Harris es el encargado de identificar las necesidades de los refugiados para crear su perfil y la campaña de mecenazgo. “Actualmente trabajamos con 250 familias de Siria, Afganistán, Iraq, Pakistán, Costa de Marfil, Irán... con diferentes necesidades. Pero me di cuenta de que había un patrón que se repetía. Cuando me reunía con las familias, uno de los hijos me llevaba aparte para decirme: ‘Soy gay, ¿puedes ayudarme?’ Simplemente seguía ocurriendo, la gente seguía saliendo del armario conmigo”, cuenta con humor.


El fin del refugio es dar apoyo durante tres meses a refugiados LGTBI para que puedan salir adelante. Se les ofrecen clases de turco, inglés, apoyo psicológico, test del VIH y ayuda con el papeleo burocrático antes de que echen a volar solos, en Turquía o el país en el que sean reubicados. La mayoría prefiere esto último.

Por ahora sólo 10 personas procedentes de Siria e Irán viven en los cinco apartamentos habilitados, pero el objetivo es ofrecer un total de 14 plazas en los próximos meses.

El 'orgullo' de Estambul


Aunque Turquía no pena por ley la homosexualidad, la sociedad turca todavía tiene mucho que evolucionar en este aspecto. Precisamente esta semana Estambul celebra su semana del orgullo, la segunda desde que el ayuntamiento decidiera prohibirla el año pasado tras 14 ediciones, con la intervención de la policía con balas de goma y gas lacrimógeno.


2016 también dejó varios casos en los que activistas y refugiados LGTBI fueron asesinados de manera macabra, como la joven transexual Hande Kader, cuyo cuerpo fue calcinado, y el refugiado sirio Mohamed Wisam Sankari, que fue decapitado. “Muchas personas LGTBI que viven en Turquía tienen problemas, sufren palizas o insultos. Incluso yo, desgraciadamente”, cuenta Mete.

Actualmente, según datos del gobierno turco, los refugiados y solicitantes de asilo representan un cinco por ciento de la población total de Turquía. La mayoría se encuentran en Estambul. Es el caso de Moiad, Bachar y Ammar.

Los tres tienen una cosa en común: en Çelik, Owen, Mete y Sara, su traductora, han encontrado una familia. “Hasta que llegué al refugio estaba viviendo una vida vacía, sin trabajo, sin nada que hacer. Ahora me siento en familia, y puedo ser yo mismo aquí”, explica Moaid.

Muchas personas LGTBI que viven en Turquía tienen problemas, sufren palizas o insultos

Los tres también coinciden en que en algún momento de sus vidas se sintieron únicos. Pero no especiales.

En una sociedad en la que no es habitual ver públicamente a parejas del mismo sexo, y en la que la homosexualidad está penada con la cárcel e incluso la muerte, es muy difícil para un niño comprender el por qué se siente de cierta manera. “Cuando tenía 14 años tenía claro que no me sentía atraído por las mujeres”, cuenta Moiad, de 31 años. “Creí que era la única persona en el mundo así”.


Moaid muestra confianza al hablar, y parece no querer dejar detalle de todo lo que ha tenido que vivir en los últimos años, siempre con una sonrisa tímida en su mirada que deja entrever las ganas de empezar de cero. “Mi primera relación la tuve a los 18 años. Estuvimos juntos dos años, pero en Siria preferí prestar atención a mis estudios”, narra. Moiad es ingeniero de comunicaciones. “Especialista en fibra óptica”, aclara con orgullo.


Su profesión le llevó hasta Dubai, donde conoció a John, un británico con el que mantuvo una relación de más de seis años. “Salvo por el tiempo que pasé en Dubai, estuve atrapado durante 25 años. La sociedad árabe es muy tradicional, y está dispuesta incluso a matar a gente por su orientación sexual. También el gobierno intervenía en estos casos”, dice.

La sociedad árabe es muy tradicional, y está dispuesta incluso a matar a gente por su orientación sexual


Esa fue una de las razones que le llevó a buscar refugio fuera de Siria. Hasta que la guerra alcanzó su ciudad natal, Deir ez-Zor, y su familia necesitó su ayuda.

“Deir ez-Zor llevaba seis meses bajo asedio del Estado Islámico. Mis padres me enviaron fotos y parecían esqueletos. Mis hermanos fueron llamados a filas, y tenían que esconderse de casa en casa para que el ejército no los encontrara”, cuenta. Moiad no lo pensó, cogió todo su dinero y volvió a Damasco.


“Pagué cuatro millones de liras sirias –unos 200 mil euros– para obtener documentos que los incapacitaran para entrar en el ejército”, narra. Después volvió a Deir ez-Zor y sacó a su familia de allí, según cuenta, en helicóptero. “Pagué 12 millones de liras sirias por cada persona”, asegura. Se asentaron en Damasco, hasta que su familia descubrió que Moaid era gay.


“Estuve con ellos durante un año y medio y era un prisionero en la casa”, cuenta. Con ayuda de un amigo, y con 3.500 dólares en el bolsillo que tuvo que pedir prestados, escapó de Damasco a Idlib, y de ahí a Turquía. “Intentamos cruzar la frontera tres veces, y las tres nos cogió el ejército turco”. Una de las veces lo golpearon tan fuerte que uno de sus riñones dejó de funcionar.

Vivir con miedo


Pero su familia lo buscaba en Siria, y Moaid necesitaba salir de allí. “Pagué al traficante 1.900 dólares por cruzar la frontera solo, y con los 100 dólares que me quedaban llegué a Estambul”. Hace poco más de cuatro meses de aquello.


A Moaid no le tiembla la voz. Habla con decisión, y sólo muestra temor cuando recuerda los primeros meses en la ciudad. Tras pasar un par de semanas con un amigo, recaló en casa de un contacto de éste. “Era muy conservador”, asegura. “Siempre me preguntaba por qué no rezaba, me decía que no podía llevar el pelo así, que mi ropa era muy ajustada”, cuenta. “Siempre estaba escuchando baladas yihadistas y viendo vídeos de ataques”. Vivía con más miedo que antes, y de nuevo escondiendo su identidad.


Tras un momento de seriedad, Moiad vuelve a sonreír. Piensa en su sueño tras el paso por el refugio. Le gustaría vivir en Francia, o en Suecia quizá. “He acabado con la sociedad árabe o islámica. No quiero volver jamás”, sentencia. “Mi vida se detuvo cuando dejé Dubai. Lo que ha pasado desde entonces no lo siento como parte de mi vida. Sólo quiero volver a trabajar”.


Es el mismo sueño de Bachar: devolver a la sociedad parte de lo que ésta le ha dado. El joven de 26 años también llegó a Turquía tras contactar con un traficante que le ayudó a cruzar desde su Alepo natal hasta Antioquía. Aunque al principio le cuesta hablar de ello, narra lo difícil que fue el tiempo que pasó en Idlib, en la frontera, antes de cruzar. Cerca de dos meses muy duros a nivel físico, psicológico y económico. “Pero tenía un objetivo: salir de Siria y no volver jamás”, asegura. “La guerra ha detenido la vida en Siria. Todo es sangre y destrucción”.


El joven sirio estudiaba literatura francesa en Alepo, pero se quedó a las puertas de obtener el título. Era demasiado arriesgado ir a clase.


Bachar lleva tan sólo un mes en Estambul y trata de mostrarse positivo. Sus ojos ríen mientras habla de su sueño de ser periodista, pero se ensombrecen cuando se menciona a su familia. “Están en Siria”, dice sin querer dar mayor explicación. “¿Sigues en contacto con ellos?” “Sí”.

Con suerte, tras estos tres meses podré comenzar a vivir mi vida a mi manera. Podré empezar a expresarme


Bachar llegó a Estambul casi al mismo tiempo que el refugio empezó a funcionar. Es quizá uno de los más afortunados en este sentido, ya que no tuvo que pasar mucho tiempo hasta encontrar un lugar seguro donde vivir. “Es mucho más de lo que esperaba”, dice. “Con suerte, tras estos tres meses podré comenzar a vivir mi vida a mi manera. Podré empezar a expresarme, incluso si es simplemente decorando mi casa”.


Este es precisamente uno de los objetivos principales del proyecto, ser un paracaídas y un trampolín a la vez desde donde comenzar de cero con seguridad. Quizá es por eso que, de manera oficial, desde Humanwire lo llaman santuario. “Somos como una gran familia. Cocinamos juntos, comemos juntos… y si hay algo que nos preocupa lo compartimos para que el resto pueda darnos su opinión”, cuenta Bachar.


En cuanto al futuro, vuelve a mostrar su lado más optimista: “Amo la vida. Me gustan los colores. Me gusta la diversidad de opiniones. Y siempre creo que incluso los problemas más complejos tienen una solución”, sentencia.

"No tengo familia, todos están muertos"


Es el mismo positivismo que muestra Ammar. Con sólo 19 años ha tenido que sobreponerse a más de lo que muchos tendrán que hacer en toda su vida. Y lo ha hecho sólo. Su forma de ver la vida es una inspiración, y la manera en la que se transforma de niño a adulto según el momento resulta enternecedora.


A diferencia de Bachar y Moaid, Ammar llegó a Estambul en avión. “Trabajé mucho para conseguir el billete”, cuenta. “No tengo familia, todos están muertos, así que nadie podía ayudarme a conseguir el dinero para el billete”.


La familia de Ammar murió durante la primera explosión en Damasco en 2012. “Media hora antes de la explosión mi madre me estaba gritando para que fuera el colegio, y yo lloraba y decía que no quería ir”, recuerda. “Cuando volví, no podía encontrarla. No podía encontrar a nadie. Ni siquiera mi casa”. Ammar tenía 14 años en aquel momento.


“Todos mis amigos en Siria hablaban de irse a Turquía, a Alemania, a Dubai… y pensé, ¿por qué no? No tengo a nadie aquí”, narra Ammar. Ahora sueña con ir a Canadá. “¿Sabes por qué?”, cuenta con una sonrisa confidente. “Porque amo a alguien aquí –aunque él todavía no lo sabe– que se va a ir a Canadá en un par de meses. No quiero decirle que estoy enamorado de él hasta que llegue allí”, y se echa a reír a carcajadas pensando en tanto “drama”.


Instantes después se pone serio y añade: “Además sabe que tengo VIH”. Hace tan sólo dos semanas que le dieron la noticia, pero Ammar dice no tener miedo.


Tampoco lo tuvo cuando llegó a Turquía hace año y medio y uno de sus tíos, que vive en Estambul, lo rechazó. Vivió durante dos meses, en pleno invierno, en el parque de Gezi, en la plaza Taksim, el epicentro de las protestas de 2013. Se refiere a éste como un “infierno”. “Sólo tenía 15 dólares y los gasté en comer y beber. Después me fui al parque. Estaba nevando”, cuenta. Ese año Estambul sufrió varias tormentas de nieve, y se hablaba de uno de los inviernos más fríos.


Meses después conoció a un sirio que le ayudo a encontrar trabajo en una fábrica de camisetas y le pagó un lugar donde vivir durante dos meses. “En las camisetas poníamos Adidas, pero no creo que fueran originales”, narra. Según Ammar, en la fábrica sólo trabajaban sirios.


“Ahí es donde me di cuenta de que tenía que seguir desarrollándome. Así que me puse a aprender inglés en YouTube”, dice Ammar, quien a pesar de llevar sólo cuatro meses estudiando tiene un nivel de inglés que impresiona. “Ahora estoy viendo la serie de Sherlock Holmes, para mejorar. Necesito más palabras”. Está claro que cuando se marca un objetivo no hay nada que se interponga en su camino.


Gracias al inglés, conoció a gente en Facebook que lo encaminaron a organizaciones que trabajan con el colectivo LGTBI en Estambul, y finalmente llegó al refugio. “¿Eres feliz aquí?” “Sí. Pero no soy feliz con mi VIH”. Por primera vez parece que Ammar se fuera a derrumbar, sin embargo, es sólo un espejismo. “Pero no tengo miedo. Soy fuerte”, dice con apremio.


“¿Sabes cuando tienes una página en blanco y hay un punto negro en el medio? Incluso si es muy pequeño, la primera vez que miras, sólo ves ese punto. Es lo que te llama la atención. Ese es el problema de mucha gente. Pero yo digo, ¿por qué no olvidarlo? La página es mucho más que ese punto negro”.

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Una pareja se besa durante la celebración del Orgullo Gay en Lisboa Reuters