Aunque las cosas han mejorado, Juarez sigue llena de historias dolorosas.

Aunque las cosas han mejorado, Juarez sigue llena de historias dolorosas. Pablo Mayo Cerqueiro Reuters

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Tres heridas abiertas que el Papa encontrará en Ciudad Juárez

La madre de una desaparecida, un migrante que sueña con EEUU y una 'maquiladora' despedida ilustran la que fue la ciudad más peligrosa del mundo y es la última parada del viaje papal.

17 febrero, 2016 01:43
Ciudad Juárez

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Ciudad Juárez es, tal vez, la ciudad con peor fama del mundo. La mereció durante los años más sangrientos de la guerra contra el narco y no ha logrado sacársela de encima. El papa Francisco quiso culminar aquí, en la que fue la ciudad más peligrosa del mundo, su gira de cinco días por México. Este miércoles visita una cárcel, toma el pulso al mundo laboral de sus 'maquilas' (plantas de manufacturas) y se despide de los mexicanos con una simbólica misa en el borde de Estados Unidos con migrantes y víctimas de la violencia.

Ciudad Juárez quiere demostrar al mundo que ya no es la que era, que ya quedaron lejos esos 3.000 asesinatos que sufrió sólo en 2010. Pero sus heridas abiertas hablan por sí solas. Éstas son sólo tres de ellas:

Víctimas de feminicidios

El 31 de enero de 2009, Lupita salió al centro de Juárez a comprarse unas zapatillas para sus partidos de vóley. Nunca más volvió a casa. "A mi nada me va a pasar", recuerda Susana Montes que le decía su hija cuando le pedía que andara con cuidado. Pero a esta chica de 17 años le pasó lo que acabaría pasándole a decenas de jóvenes en la época más oscura de Ciudad Juárez.

Eran tiempos de tiroteos, muertos y calles desiertas, en los que esta ciudad fue la más insegura del mundo. Años, entre 2008 y 2011, en los que dos cárteles de la droga se peleaban descarnadamente la plaza y en los que centenares de militares llegaron a la ciudad a demostrar de qué iba la guerra contra el narco.

Menos de cuatro horas sin saber de su hija le bastaron a Susana para temer lo peor. “Vete por las calles, vamos a buscarla”, le dijo a su marido. Susana empezó a buscar a Lupita por toda la ciudad. Se montaba en autobuses preguntando por ella, no se fue de la fiscalía hasta que accedieron a abrir su búsqueda, colgaba y repartía carteles con el rostro y las ‘pesquisas’ de Lupita en la ciudad. Susana no se rendía.

“Lo único que había en el expediente oficial de mi hija era lo que yo les llevaba”, dice con rabia. No fue hasta tres años después que las autoridades le dieron noticias de Lupita. Le dijeron que habían encontrado sus restos y el de más chicas en el arroyo del Navajo, en una zona del valle de Juárez cercana a una caseta militar.

Lo único que había en el expediente oficial de mi hija era lo que yo les llevaba

Susana no lo quiso creer. Desconfiaba del Gobierno y pidió el peritaje del equipo de forenses de Argentina. Con su confirmación ya no le quedó espacio para dudas. Pero sí para preguntas. ¿Por qué su hija había acabado ahí? El asesinato de dos policías federales en un motel de la ciudad acabó por darle la respuesta.

Al investigarse ese asesinato, se supo que las 11 chicas del arroyo habían estado encerradas y prostituidas en ese hotel antes de ser asesinadas. Que policías y militares eran asiduos clientes. Pero el juicio histórico de estos feminicidios en 2015 tuvo apenas algunos detenidos, todos ellos delincuentes de bajo rango.

Susana no duda que otros involucrados con mucho más pedigrí salieron indemnes de esta historia, como en los primeros feminicidios de Juárez en los 90. Y piensa en voz alta con coraje. “Si ellos en un dado momento se hubieran movilizado, yo hubiera encontrado a mi hija porque yo no paré hasta ahorita (...) No he parado para que se le haga justicia a mi hija”, llora.

El drama de los migrantes

Jose Alberto cabecea. Se le cierran los ojos mientras ve la tele en el albergue de migrantes de Ciudad Juárez. Está cansado. Lleva un año y medio tratando de llegar a Estados Unidos. Pero las tres veces que lo ha intentado, lo han agarrado. Los "gringos" lo han tenido detenido en varios centros, de Arizona a Texas, tres o seis meses. Luego lo sueltan.

"Realmente yo ya he perdido a mi mujer por tanto tiempo de estar intentando llegar a los Estados Unidos", explica. Jose Alberto nació en Cuernavaca, en el centro de México, pero llevaba 15 años viviendo en Las Vegas. Cruzó de 'mojado' y empezó a hacer su vida 'del otro lado'. Formaba parte de los once millones de indocumentados, la mayoría mexicanos, que se calcula que hay en Estados Unidos.

Ahí conoció a su mujer y tuvo a sus hijos de ocho y doce años. También hizo mucho dinero. Llegó a ganar 1.800 dólares a la semana con sus trabajos en un taller mecánico y como repartidor de publicidad. El dinero fácil le subió a la cabeza y un día, cuando conducía ebrio de regreso a casa, la policía de Nevada lo paró. Ahí empezó su calvario.

"Ya no es tan fácil cruzar como en los viejos tiempos", constata Jose Alberto. Los migrantes, como él, se han vuelto un negocio para el crimen organizado y la violencia contra ellos ha ido creciendo en México: hoy son víctimas de extorsiones, secuestros e, incluso, de asesinatos.

Una migrante  habla con su familia a través de la valla entre Juárez y El Paso.

Una migrante habla con su familia a través de la valla entre Juárez y El Paso. Jose Luis Gonzalez Reuters

Jose Alberto es consciente de los peligros, pero quiere cruzar el Río Bravo para llegar como sea a El Paso (Texas) y de ahí viajar a Las Vegas para reunirse con su familia. "Quizás dirán que soy [un] cabeza dura o que no entiendo, pero yo creo que no hay otra cosa más importante que el amor de sangre", argumenta.

En el albergue, Jose Alberto comparte sofá, comida y dormitorio con otros deportados que semanalmente son devueltos en Juárez, pero también con decenas de centroamericanos. Salvadoreños, hondureños y guatemaltecos son la mayoría de los indocumentados que se arriesgan a cruzar México, huyendo de la pobreza y la violencia de sus países, para buscar el 'sueño americano'. "Yo creo que no debería haber fronteras en este mundo porque Dios puso la tierra para todos", cree Jose Alberto.

Explotación en las maquilas

Paulina no echa de menos su rutina. Los últimos nueve años se los ha pasado a destajo. Tenía seis días de vacaciones al año y trabajaba cinco días a la semana, nueve horas al día, de pie. Entraba a las tres de las tarde y salía a la medianoche. Sólo paraba 20 minutos para comer. Y, en ese tiempo ensamblaba de media 950 cartuchos de impresora. Todo, por 5,5 dólares al día. “Una batalladera”, reconoce.

Hasta diciembre, Paulina era una pieza más del sistema de montaje de Lexmark. Pero la empresa norteamericana la despidió junto a otros 90 trabajadores de la fábrica “por revoltosos”. Su pecado: organizarse para tener su propio sindicato y reclamar un salario de 6,6 dólares diarios.

Hace casi tres meses que Paulina no lleva dinero a casa. Sus cinco hijos sobreviven ahora con el modesto salario de su marido, un guardia de seguridad. “Realmente es muy apretado. Lo que uno puede comprar es lo básico”, lamenta esta mexicana menuda de 45 años.

La maquila es la opción más segura de tener trabajo pero, lamentablemente, es a costa de muchos sacrificios

Pero, para Paulina, su lucha y la de sus compañeros vale la pena. Es por la dignidad de muchos. Por eso, desde el día que los despidieron, siguen día tras día apostados con tiendas de campaña frente a la maquila de Lexmark, pidiendo que se les reincorpore y se les pague el aguinaldo que se les negó. “La maquila es la opción más segura de tener trabajo pero, lamentablemente, es a costa de muchos sacrificios”, reconoce Paulina que, como cientos de sus compañeros, no tiene estudios.

En los años 80, Ciudad Juárez empezó a llamar la atención de las empresas extranjeras. Su condición fronteriza con Estados Unidos la hacía muy atractiva. Y, rápidamente, este desierto se convirtió en una fábrica de mano de obra barata que ahora compite, literalmente, con China.

Una década después, ese mismo desierto empezó a ser famoso por otras razones: la desaparición y el asesinato de mujeres. Y sus víctimas eran principalmente las trabajadoras humildes de las maquilas. Algunas, aparecieron despedazadas tiempo después en el desierto. El machismo, asegura Paulina, no ha desaparecido de las fábricas. Jefes y supervisores de área acosan impunemente a muchas muchachas. “Pero no hay a quien acudir a denunciar porque son los mismos. Es un círculo vicioso”, se entristece Paulina.