En este verano caluroso se ha visto a alguna gente recuperar la vieja costumbre del abanico. Resulta sorprendente ver a alguien con mascarilla y sacudiéndose golpes de pecho para refrescar la parte visible del rostro, pero quienes lo hacen pensarán que algo es algo…
La fuerza de la tradición hace que prácticamente nadie caiga en la cuenta de lo que el físico ruso Yakov Perelman llamaba la mala educación de abanicarse, que no es otra cosa que arrojarle el calor propio a los demás: el movimiento del abanico renueva la capa de aire caliente que quien se abanica tiene pegada a su piel y reduce su temperatura sobre la base de aumentar la temperatura de los demás que están en la misma sala. Con el agravante de que, como la Covid-19 aún campa por sus respetos, el abanico parece un difusor ideal de los aerosoles que consigan burlar la barrera de la mascarilla del abanicante.
Joe Biden, con su “sálvese quien pueda” en Afganistán, no ha parado de abanicarse de encima sus problemas y ha sumido la geopolítica occidental en un verdadero caos. Probablemente la de Rusia y China también, aunque para detectar algún músculo facial que se mueva, respectivamente, en el Kremlin o en Zhongnanhai haya que recuperar la profesión de kremlinólogo.
Los fallos estratégicos en la retirada de las tropas de EEUU han sido tan garrafales que hasta la base aérea de Bagram, clave para una retirada ordenada, fue entregada a los talibanes antes de que el repliegue estuviera consumado. Con independencia de la disputa sobre atribución de responsabilidades a Obama, Trump o al propio Biden, parece que hay unanimidad en que esto no ha sido una retirada sino una desbandada.
La presidencia de Joe Biden ya solo la salva su plan de infraestructuras por valor de 3,5 billones de dólares. En el caso, improbable, pero no descartable, de que ese plan no termine resultando contraproducente.
Y es que, en la economía y el comercio mundial, lo mismo que en el tablero político, la inclinación a abanicarse los problemas de encima y convertirlos en problemas de los demás, también ha adquirido carta de naturaleza. Mejor dicho, forma parte de su naturaleza misma (al fin y al cabo es tan vieja como el mundo la política comercial de “beggar-thy-neighbor” ó “empobrece a tu vecino). Algo que, con un poco de mala suerte, puede tener un efecto deletéreo en la evolución futura de este ciclo económico expansivo, dados los desequilibrios que aquejan ahora mismo a la producción global.
Para que se vea claro sirva un ejemplo que a estas alturas ya conoce todo el mundo: la producción de microchips está desbordando sus límites por la demanda desmedida que están recibiendo las pocas empresas que los pueden producir masivamente, lo que, a su vez, está provocando en el mercado una escasez de microprocesadores que obliga a otros sectores como el del automóvil o los electrodomésticos a reducir la producción o a acumular fuertes retrasos en servir los pedidos de sus clientes.
O, dicho con la jerga de los economistas, el exceso de capacidad utilizada de algunas industrias está provocando la reducción de la capacidad utilizada de otras. Así, algunos sectores están produciendo por encima de su capacidad instalada (si es que esto fuera posible) como los fabricantes de microchips, navieras, contenedores, puertos, ferrocarriles, camiones etc., y otros, como la industria del automóvil, tienen en este momento buena parte de su capacidad instalada sin utilizar.
¿Qué efectos va a tener esto sobre el crecimiento global? Imposible de calibrar, aunque parece claro que, junto con los rebrotes de la Covid-19, podría estar dejándose ya sentir en esa desaceleración que aqueja a los tres principales bloques económicos (EEUU, UE y China) además de Japón. Y también en el Reino Unido, donde (además de padecer los mismos desequilibrios que padecen todos los demás) las decisiones desafortunadas y xenófobas del Brexit, les han dejado con exceso de capacidad instalada para el número de nuevos trabajadores que pueden atraer. Algo que le sucede también a los EEUU donde, a la vez que tienen seis millones de trabajadores ocupados menos que antes de la pandemia, se ofrecen más puestos de trabajo sin ocupar que el número de trabajadores en paro.
El exceso de capacidad utilizada de algunas industrias está provocando la reducción de la capacidad utilizada de otras.
Al comercio global le está sucediendo tres cuartos de lo mismo. Según lo mencionado más arriba, está pidiendo a gritos más capacidad instalada y probablemente se está viendo sujeto por el corsé de unos medios de transporte que, si durante los doce últimos años resultaron excesivos, ahora, de golpe, se revelan insuficientes,
Algo de esto parecía apuntarse en los datos publicados el miércoles pasado: el volumen del comercio global creció un 0,5% mensual en junio, tras haber retrocedido un 0,7% en mayo. Con esto comienza lo que parece ser un período de estancamiento (su tasa anual de crecimiento baja del 25% al 16%) pero, a pesar de todo, se mantiene un 5% por encima de donde había llegado en diciembre de 2019, justo antes del inicio de la pandemia.
Esta es una crisis de características parcialmente desconocidas. Una crisis en la que se tambalean las alianzas tradicionales y, también, los pocos dogmas que le quedaban vivos a la “ciencia económica”. Lo único que se mantiene intacto es la afición de los gobiernos, de aquí y de fuera, para, con cualquier excusa, humanitaria o no, excretar ríos de propaganda que los ciudadanos socarronamente se sacuden de encima con “el ala alave del leve abanico”; es decir, como Dios manda y Rubén Darío nos enseña.