Ante un shock inédito como el generado por la Covid-19 suelen hacerse dos diagnósticos: primero, se trata de una perturbación coyuntural; superada la pandemia se producirá una vuelta a la normalidad. Segundo, se está ante un fenómeno que pone de relieve y agudiza las deficiencias estructurales de la economía y, por tanto, el retorno a la senda de un crecimiento alto y sostenido es, ceteris paribus, un ejercicio de voluntarismo.
Optar por uno u otro diagnostico se traduce en políticas distintas cuyas consecuencias son muy diferentes. El Gobierno ha errado tanto en la definición del problema como en la estrategia para abordarle.
La pandemia y sus efectos económicos han puesto de manifiesto la insostenibilidad del modelo existente, definido por una constante expansión del Estado en la economía sostenida sobre tres pilares que la crisis sólo ha agudizado: el aumento del gasto, de los impuestos y de las regulaciones.
Su combinación ha puesto las finanzas públicas al borde del abismo, mina los incentivos al trabajo, al ahorro y a la inversión de las familias y de las empresas e impide al tejido productivo adaptarse al shock y desplazar sus recursos hacia los sectores con mejores perspectivas de crecimiento en el escenario post Covid. Esta es la realidad.
En esas condiciones, la posibilidad de crecer y crear empleo a tasas elevadas es una hipótesis irreal. El PIB se incrementará en 2021 tras su desplome en 2020, faltaría más, pero mantendrá un pulso débil en los años posteriores con un añadido: la permanente espada de Damocles de una crisis fiscal que puede producirse en cualquier momento y que se materializará sin duda alguna salvo que se introduzca un cambio radical en la orientación de la política gubernamental.
Por tanto es un espejismo considerar que el mediocre aumento del PIB que se registrará este año es el inicio de un nuevo ciclo expansivo.
Se ha llegado al final del camino de un sistema exhausto. Ya no es posible gastar más ni subir los impuestos ni intensificar-mantener las rigideces de los mercados sin generar el colapso de la economía.
El Gobierno Rajoy agotó el margen de maniobra disponible para un programa socialdemócrata y fijó sus límites. La actual coalición gubernamental ha dado un salto cuantitativo. Ha profundizado en el camino de un desaforado expansionismo macro y de un intervencionismo micro que es incompatible con la estabilización de la economía a corto y con su progreso a medio y largo plazo. Cualquier manual de introducción a la ciencia lúgubre certifica esta aseveración.
El Gobierno Rajoy agotó el margen de maniobra disponible para un programa socialdemócrata y fijó sus límites
Ante este panorama, España necesita una terapia de choque. En primer lugar, porque el deterioro de las finanzas públicas no se corregirá, sino que se agravará sin una mix de recortes y de reformas estructurales.
En segundo lugar, porque la pérdida de credibilidad y de confianza de los agentes económicos sólo se recuperará con un plan de consolidación presupuestaria riguroso, acompañado de una estrategia agresiva en el lado de la oferta. La era de los retoques ha tocado a su fin y quien intente aplicarla estará condenado al fracaso.
Así lo demuestra la experiencia en los países de la OCDE durante las últimas tres décadas recogida por Alesina en su libro Austeridad. Los gobiernos que han realizado ajustes fiscales profundos y han liberalizado sus mercados han sido reelegidos en su mayoría; los que no lo hicieron o se quedaron a medias perdieron las elecciones.
Quizá esta exposición parezca catastrofista para algunos o exagerada para muchos, pero es básico no hacerse trampas en el solitario y asumir la weberiana ética de la responsabilidad.
La economía española no está aquejada de otro mal que el de un mal Gobierno. El problema económico español es político. No existe nada que condene al país al atraso, a perder el tren de la modernidad, a contemplar la caída del nivel de vida de sus ciudadanos y aceptar la crónica persistencia de un desempleo escandaloso. Thatcher sintetizó en un acrónimo, TINA (There is Not Alternative), su plan económico para un Reino Unido convertido en el enfermó de Europa.
A comienzos de la segunda mitad del Siglo XXI, España está en esa misma tesitura. La crisis española no es la del capitalismo sino la de su antónimo: el colectivismo rampante.