El asunto, estremecedor, ha sido conocido con dificultad. Y cada uno de los obstáculos con los que la verdad se ha topado suponen un castigo añadido a las víctimas que acabará alimentando al monstruo que Europa teme excitar.

La pasada Nochevieja el centro de Colonia se convirtió en un infierno para decenas de mujeres de las que abusaron -dos violaciones consumadas- hordas de hombres "de aspecto" magrebí, árabe y subsahariano; algunos de ellos refugiados sirios, afganos e iraquíes. Aquí la espinosa verdad.

A pesar de que la Policía se sintió "desbordada", el primer parte de Año Nuevo aseguraba que la noche había transcurrido sin incidentes; los ataques empezaron a conocerse dos y tres días después; las denuncias han ido en aumento hasta superar las 200; una televisión pública postergó la información de lo ocurrido; y un ministro llegó a aconsejar a las mujeres que mantengan "una distancia de un brazo" en aglomeraciones. Es decir, el problema deben atajarlo las víctimas porque la multitud en el centro de una ciudad europea puede constituir un riesgo. Aquí la vergonzosa ocultación.

Lo sucedido estos días en el corazón de Europa ha sido ni más ni menos que una razzia organizada por hasta un millar de indeseables, con réplicas los días posteriores en Berlín, Düsseldorf, Hamburgo, Bielefeld, Stuttgart, Francfort, Friburgo y hasta veinte ciudades alemanas, por lo que la policía ha hablado de "un nuevo tipo de criminalidad organizada". También hubo ataques similares en Zúrich y Helsinki.

Es lógico que Angela Merkel tema el oportunismo de la extrema derecha, pero la excesiva cautela a la hora de gestionar el problema, la imposición del tabú, tan frecuente cuando la violencia la sufren las mujeres y en casos de delitos sexuales, resulta irritante.

Odiar el racismo, reprobar la xenofobia y estar en contra de los juicios sumarísimos y la inculpación de grupos étnicos no debe impedir mirar de frente una realidad que apabulla. 

Lamentablemente, ninguna sociedad es ajena a los abusos sobre la mujer: en los países avanzados suelen ser residuos persistentes, como tumores heredados. Pero en los ataques registrados en Alemania hay tres circunstancias insoslayables. En primer lugar, no se trata de episodios aislados sino de una violencia sexual coordinada protagonizada por grupos numerosos de hombres. Dos: los infravalores en los que han sido formados los agresores, al margen de que tengan nacionalidad alemana o no, son propios de sociedades en las que se desprecia a las mujeres, a las que se considera seres inferiores. Y tres: algunos atacantes eran refugiados.

Buscar en la pobreza o la marginalidad la causa de estos ataques vuelve a ser de una tentación elitista e ingenua: ser pobre no convierte a nadie en miembro de una banda de un violadores. No estamos ante delitos comunes, sino ante un nuevo tipo de delincuencia colectiva que hay que atajar y que merece, por tanto, un castigo ajustado y disuasorio.  

Cuando no hallamos respuestas fáciles -valga la contradicción- es que ha llegado el momento de realizar preguntas incómodas. ¿Puede una sociedad admitir en su seno a quienes no están dispuestos a respetar o asumir sus valores? ¿No es lícito devolver al infierno del que partieron a los solicitantes de asilo que hayan cometido estos crímenes? Antes de los escabrosos sucesos de Alemania tenía más claras ambas respuestas.

Es hora de sentirse mujer alemana.