¿Creen los ciudadanos que España se ha regenerado en los últimos cuatro años? ¿Que el país está hoy más unido que en 2011? ¿Que el problema del modelo territorial está mejor encauzado? ¿Que las instituciones están más asentadas y han recuperado el crédito?

¿Creen los ciudadanos que la Justicia ha dejado de estar politizada? ¿Que se han dado pasos decisivos contra la corrupción? ¿Que los partidos han dejado de monopolizar la vida del país?

¿Creen los ciudadanos que los representantes públicos han predicado con el ejemplo a la hora de asumir sacrificios? ¿Que se ha reducido el aparato de la Administración para adecuarla a la realidad del país? ¿Que se han ampliado las libertades? ¿Que ha mejorado la calidad de la enseñanza?

¿Están hoy los españoles más orgullosos de su país, de sus representantes y de sí mismos?

El presidente del Gobierno, que este lunes firmó el decreto de disolución de las Cortes y de convocatoria de elecciones, no dio respuestas en su balance de legislatura a esas preguntas porque su intervención estuvo centrada, casi exclusivamente, en la economía. Sorprende por eso que insistiera en acuñar la idea de que la etapa que ahora termina ha sido la de la "transformación" del país, cuando por todo bagaje exhibió sólo cifras.  

Pretender reducir el gobierno de un país a los números es excesivamente simplista, más aún por cuanto admiten diferentes lecturas. Es cierto, por ejemplo, que Rajoy evitó la humillación de que Bruselas interviniera formalmente a España, pero con él, el país ha alcanzado la mayor deuda pública de la historia, que ya roza el 100% del PIB, una factura que condicionará el futuro de varias generaciones. Es cierto que ha cambiado la tendencia en el empleo y que ahora desciende el paro en España, pero gracias a una reducción de la población activa y de mucho trabajo precario.

El discurso de Rajoy estaba presidido por el lema "Compromiso cumplido", pese a que es imposible encontrar en las últimas cuatro décadas una legislatura en la que el programa electoral del partido en el poder se haya incumplido tanto. Y eso que Rajoy contaba a su favor con una amplia mayoría absoluta, la segunda más holgada desde la que obtuvo Felipe González en 1982.

Llama la atención que el jefe del Ejecutivo pintara de color de rosa la realidad del país y no quisiera reconocer ni un solo error en su gestión. Si todo fuera tan positivo, no habría explicación al porqué el PP ha perdido más de 16 puntos en intención de voto en estos cuatro años, ni razones que justificaran el despegue meteórico de un partido de centro como Ciudadanos.

Se da la circunstancia, además, de que minutos antes de que Rajoy volviera a hablar de la corrupción como de una etapa prácticamente superada, trascendía que la Justicia investiga si la constructora OHL pagó las obras de la sede nacional del PP a cambio de que le amañaran el mayor concurso público de Baleares. O que mientras aseguraba que tenía preparados los mecanismos para frenar que el independentismo catalán se salga con la suya, la nueva presidenta del Parlament lanzaba vivas a la "república catalana", prueba de que el asunto ha llegado demasiado lejos.

No. España no ha experimentado un cambio "intenso y profundo", como enfatizó Rajoy en su resumen de gestión de estos cuatro años. Miles, millones de ciudadanos creen que el país ha perdido una gran oportunidad de convertir la crisis en un estímulo y plataforma para la regeneración; para sustituir unas estructuras viciadas y maltrechas por bases nuevas y robustas.

Difícilmente quienes siguieron las palabras de Rajoy pudieron emocionarse con la esperanza de estar asistiendo a los albores de un tiempo mejor. Al contrario, su profusión de números sólo sepulta un mandato que ha hecho cundir la frustración de gran parte de quienes le apoyaron hace cuatro años.