José María Merino

José María Merino

Novela

Los invisibles

5 marzo, 2000 01:00

José María Merino

Espasa Calpe. Madrid, 2000. 297 páginas, 2.500 pesetas

Adrián se encuentra en una situación bien apurada: sale un día al campo, roza una misteriosa flor y se convierte en invisible. Lo que el joven siente y las reacciones de la gente cercana a él constituyen las anécdotas iniciales de Los invisibles. Luego vienen abundantes episodios urdidos por la buena inventiva de José María Merino para poblar la extraña peripecia del personaje que ocupa la primera parte del libro.

La segunda parte da un giro espectacular al relato. Quien habla ahora es el propio Merino en primera persona. Entre noticias de circunstancias suyas personales, inscritas en una realidad actualísima, inserta la llamada de Adrián: éste quiere contarle su insólita aventura y pedirle que la escriba e incluya en ella un mensaje en favor de los otros invisibles del mundo amenazados por un serio riesgo. Lo que ocurre con el tal mensaje se refiere en la breve parte final de la novela.

No es Adrián el primer invisible que aparece en la narrativa de Merino y, más allá de esa específica condición, el personaje y su historia suponen un volver a las fuentes originarias del escritor leonés. Aunque en su trayectoria haya recorrido varios caminos, en sus inicios hay una constante que asedia los enigmáticos límites de la realidad cotidiana. La frontera entre vida y sueño, o entre vigilia y ensoñación, el motivo del doble, la seducción por los mitos y leyendas, la personalidad insegura, la imbricación de lo real y lo literario... pasan de unas a otras de sus ficciones, tanto en las novelas (El caldero de oro o, sobre todo, La orilla oscura) como en los relatos breves (Cuentos del reino secreto). Todo ello resurge en Los invisibles con la fuerza y la emoción de sus mejores páginas.

Lo mismo sucede con el gusto primitivo de José María Merino por la configuración metaliteraria de la ficción, ya presente en su primer libro, Novela de Andrés Choz, y frecuente en casi todos sus títulos restantes, a la manera de las muñecas rusas. En esa línea, Los invisibles es, en buena medida, una novela que explica la gestación y desarrollo de una novela.

En la segunda parte del relato, Merino explica que no lo escribe así por afición a hacer literatura dentro de la literatura y que no pretende realizar una nivola a la manera de Unamuno. Al creador de Niebla se le enfrentó Augusto Pérez para exigirle que rectificara la decisión de matarlo. Pero era, aclara Merino, un personaje literario, mientras que su Adrián es un ser real, y no un héroe imaginario, que le ha contado a él su historia, y con ella no hace novela ni nivola sino crónica. Se trata, pues, de una nueva vuelta de tuerca a las relaciones entre autor y ficción que en este caso tiene la virtud básica de la verosimilitud.

El juego de espejos practicado por José María Merino sirve para abordar el mundo desde la fertilidad de la imaginación. Los invisibles se acerca al relato fantástico, no elude la pura narración de aventuras y aprovecha para incorporar teoría literaria y narrativa. Pero ese agregado de materiales dispersos funciona a la perfección al encajarlos en una novela unitaria porque debajo de la historia externa -sea la de Adrián o la de su cronista- late un poso milenario de cuentos y mitos que hablan del eterno humano. Merino une el fondo legendario de remotas épocas con el tiempo presente por medio de la más eficaz soldadura literaria, la credibilidad.

Puestos el arte de fabulador y el oficio de contar al servicio de las cuestiones apuntadas, la novela se explaya en una indagación acerca de la existencia hurgando bajo la superficie tangible. Desconfía el autor de las comprobaciones empíricas y abre un portillo a lo esotérico. En el fondo, su postura tiene un alcance de reflexión metafísica. El método de su análisis parte de un antipositivismo que, en esencia, reniega del racionalismo de la cultura occidental (“hemos perdido la capacidad para imaginar el misterio”, leemos) y exige un poco de crédito para el pensamiento mágico. Y el resultado encierra una auténtica tesis: nuestra relación con el mundo que nos rodea es muy insegura, muy poco de fiar.

Este relativismo no se alcanza a través de fríos procedimientos analíticos, sino gracias a una fábula que acierta en su propósito confeso de “inscribir con naturalidad lo imposible en lo real”. José María Merino enseña a desconfiar de las apariencias y convierte la sospecha de que la realidad no acaba en lo que vemos y tocamos en una experiencia desasosegante.