José Manuel Caballero Bonald. Foto: Gonzalo Arroyo Moreno

José Manuel Caballero Bonald. Foto: Gonzalo Arroyo Moreno

Letras

Setenta años de versos de Caballero Bonald en sus propias palabras

En 'Sombras le avisaron', del que selecciona para El Cultural las mejores piezas, el poeta celebra el homenaje que se hacen lenguaje y vida

19 abril, 2013 02:00

La poesía envuelve incluso la narrativa y el ensayo de José Manuel Caballero Bonald. La Universidad de Alcalá y el Fondo de Cultura Económica coeditan su antología, 'Sombras le avisaron', que toma el nombre de uno de los poemas recogidos en 'Laberinto de fortuna'. Desde su primer libro, 'Las adivinaciones', este volumen recorre la obra poética del Premio Cervantes, marcada por la voluntad de que a las palabras nunca les falte el significado. Setenta años de versos.

A continuación se pueden leer una nota introductoria de Caballero Bonald y algunos de los poemas de 'Sombras le avisaron' seleccionados por el propio autor

Nota

No sé si estos son mis poemas más aceptables, pero son los que yo prefiero. Por supuesto que esas predilecciones están siempre subordinadas a la propia movilidad del gusto. El gusto es una facultad casi nunca inocente que va modificándose con el natural paso de los años. Lo que hoy resulta grato o razonablemente valioso muy rara vez coincide con lo que se opinaba ayer o se pensará mañana. Claro que el gusto también puede depender del estado de ánimo o de la graduación sensible del conocimiento, incluso de esa eventual propensión a elegir determinadas formas léxicas o ciertos modales sintácticos.

La presente antología ha tenido algo que ver con todo eso. En ella caben poemas escritos a lo largo de más de sesenta años, que es cómputo cuando menos llamativo. He seleccionado los textos que conservan una mayor afinidad con lo que ahora más me concierne de la poesía: su poder, como tal construcción verbal, para que el significado de las palabras suponga algo más de lo que recogen los diccionarios.

J.M.C.B.
Playa de Montijo (Cádiz), febrero de 2013

Ceniza son mis labios

En su oscuro principio, desde
su vacilante estirpe, cifra inicial de Dios,
alguien, el hombre, espera.

Turbador sueño yergue
su noticia opresora ante la furia
original de la que el cuerpo es hecho, ante
su herencia de combate, dando vida
a secretos quemados,
a recónditos signos que aún callaban
y pugnan ya desde un deseo mísero
para emerger hacia canciones,
mudo dolor atónito de un labio,
el elegido,
que en cenizas transforma
la interior llama viva de lo humano.

Quizá sólo para luchar acecha,
permanece dormido o silencioso
buscando, besando el terso párpado rosa,
el pecho inextinguible de la muchacha amada,
quizá sólo aguarda combatir
contra esa mansa lágrima que es letra del amor, contra
aquella luz aniquiladora
que dentro de él ya duele con su nombre: belleza.
Allí en el torpe sueño todos
los simulacros de la fe consume,
difunde apenas con fugaz certeza,
unitivo rescoldo de sus vivientes brasas.

En tanto el hombre lucha: existe,
traduce la armonía furtiva del azar,
bebe en los borbotones de su tiempo,
se confina en la fiebre donde afloran
su linaje, su origen, su imposible
destino de buscador de Dios,
de elegido que espera,
ahora,
todavía,
encender la ceniza de sus labios.

Mientras junto mis años con el tiempo

Cuántas veces, al acabar el día,
perdiendo pie en las aguas agolpadas
de mis años, he visto arder, gemir
el cargamento de mi vida, sólo
pendiente del precario hilo trémulo
de algo que aún mantiene su vigencia
sobre mi corazón, nombre arrancado
a golpes de codicia, para que
nunca pueda decir que no es verdad
que espero todavía, que consisto
en seguir esperando todavía,
mientras junto mis años con el tiempo
y así me recupero de la vida
que me está derrocando diariamente.

Hilo de Ariadna

Posiblemente es tarde, pero ¿cómo
poder atestiguarlo
mientras Hortensia canta y no se oye
más que su grito de musgosa
lascivia y alguien
habla con alguien de la conveniencia
de acostarse borracho? De repente
se desató la cinta, hurgando
bajo el embozo de la lámpara
por su anhelante cuerpo,
y en lo tenso del vientre vi
la cicatriz, no producida
sino por el rencor contra ella misma
con algún instrumento
preferentemente cortante.

Vaho de alcohólica música te empaña
el esmalte del rostro, Hortensia, dime,
¿hacemos algo aquí que nos impida
quedarnos juntos
hasta que ya no sea tarde? En vano
hubiese preferido desasirme, cegarme
en la borrasca, no mirar. Cuerpo feroz
y sin embargo exangüe, desplazaba
sus ya finales contorsiones
al borde de la pista. En vano
hubiese sido huir y no
por reencontrarnos. Pechos
como luciérnagas, tenues, vibrantes
por las cumbres no lácteas, ¿quién
iba a atreverse a interrumpir
su equidistante enemistad, desnudos
como estarían luego en el sopor
del trópico? Hortensia, amor mío,
nadie te va a arrastrar si tú no quieres
desesperadamente que lo haga.

Playa de Naxos, la mayor
de las Cícladas, ya a lo lejos
reverberando entre los barracones
del batey y el bullicioso verde
del manglar, difusa ahora
entre otros raudos turnos litorales
donde ni tú ni yo nos conocíamos.
Abandonada por Teseo, ¿ibas
a despeñarte tú, rebelde por instinto
como tu padre negro apaleado
en Key West, Florida? Si pudiera
reconstruir un solo
rincón de aquella playa
sin salida posible, si pudiera
volver al sitio aquel, reconocer
la cerrazón de la cabaña, andar
a tientas hasta el último
recodo del silencio, ¿oiría
algo distinto a la fricción
de unas piernas con otras, al barrunto
de alguien aproximándose
en lo oscuro? ¿Vería
aún desde allí, ya en el terrado
de Sanlúcar, asiéndome
al parteluz de la ventana, el bulto
azul de los faluchos y, más cerca,
la agitación de las fogatas
que encendían los sigilosos areneros?

Imágenes sin ojos pasan
con más tenacidad que el giro
extenuante del recuerdo. Hortensia,
hija de Minos, no
es tarde todavía, ven, veloces
son las noches que hemos vivido ya:
aun estamos a tiempo
de no querer salir del laberinto.

Supervivencia

Musgo mefítico, adherencia
matinal de lo inerte, día
a día arrastrándome
hacia un fondo de herrumbres
repentinas, tercas burbujas
balbucientes, tentáculos
que en las marañas de la noche acechan.

Toco a ciegas la luz, las alas
de las horas, escucho
cómo restallan los cristales
de la mañana llameando
desde el centro
del sueño, desde el centro.

Lentas ondas me emplazan
en lo opaco del día, busco
la cajita de yerbas, el inerte
papel residual de los recados. Salto
por fin al borde de la vida.

Verdad poética

Adolescente de livianos lazos,
lienzo de luna, pétalo impoluto
que cruza el arenal, cruza el exiguo
lindero de los acebuches,
llega al vidrioso estanque,
y allí precisamente,
cuando se inclina para verse a solas,
hace su aparición el asesino.

Sangre junto al tupido seto
de arizónicas, sangre
por los rezumaderos de los caños
y en la huraña ruina
del fortín y en la playa acosada
de pájaros y larvas y alacranes.

¿De quién la transitoria furia,
qué se hicieron
aquellos vengadores? ¿Soy yo acaso
el que oyó las aladas palabras de Tiresias?

-El asesino que buscas eres tú.

Empieza a ser verdad mientras lo escribo.

Fábula

Nunca serás ya el mismo que una vez
convivió con los dioses. Tiempo
de benévolas puertas entornadas,
de hospitalarios cuerpos, de excitantes
travesías fluviales y de fabulaciones.

Tiempo magnánimo
compartido también con semidioses
errabundos y hombres de mar que alardeaban
del decoro taimado de los héroes.

Qué ha quedado, oh Ulises, de esa vida.

La historia es indulgente, merecidas las dádivas.
Los dioses son ya pocos y penúltimos.
Justos y pecadores intercambian sus sueños.