José Manuel Caballero Bonald

José Manuel Caballero Bonald

Letras

Caballero Bonald a los 80: un placentero trastorno

Coincidiendo con el aniversario de las ocho décadas del poeta, el escritor y amigo Antonio Soler recuerda cómo se conocieron y reivindica su figura y su obra

9 noviembre, 2006 01:00

Era a principios del año 80. Ahora miro aquel tiempo como otro principio, el de un camino que se abría ante mí, pero seguro que ya entonces me creía adelantado en alguna senda y, si no experto, al menos tal vez me sintiera difusamente descreído, herido en no se sabe qué remota e íntima batalla. Tenía veintitrés años. Un relato escrito y publicado, ése era el bagaje de un incauto.

Volver a un tiempo pasado es apostar por el error, situarnos en un punto que no era el de la realidad exacta. Y a pesar de todo no paramos de hacer ese viaje hacia atrás, hacia aquel que alguna vez fuimos. De ese modo intento volver a aquel tiempo, 1980, y recomponer lo que significó la lectura de Dos días de setiembre, el primer libro de Caballero Bonald que leí en mi vida. Un placentero trastorno. Lo tengo aquí, a mi derecha, el mismo ejemplar. Este libro ha andado cerca de mí en estos 26 años. A pesar de aquel posible descreímiento, también tengo la convicción de que ese libro formaba parte de un nuevo tramo en mi descubrimiento personal de la literatura, y de que en aquel momento era consciente de esa nueva puerta que se abría para mí.

El libro tiene una franja de color anaranjado, la fotografía de unas uvas verdes y una mujer rubia transparentándose entre ellas. Argos Vergara, colección DB. En aquellos años trataba de establecer un orden estético, una mediana valoración de cuáles eran los escritores en mi lengua que más me podían interesar. Los que verdaderamente estaban construyendo el mundo literario en ese momento, no aquellos que como cuentas de un rosario me habían proporcionado las aulas y los libros de texto.

A Vargas Llosa y a Marsé ya los tenía a medio descubrir, pero en aquel escueto catálogo estaban además unos desconocidos que se llamaban Onetti, Roa Bastos y García Hortelano. Y Caballero Bonald. “Cuando llegaron a las bardas ya había empezado a anochecer”. El desconocido que escribía esa primera frase estaba retratado en la contraportada del libro. La fotografía borrosa de un hombre con apariencia hosca, barba poblada, pecho abierto y cordón metálico al cuello. Podría ser un marino, un tipo huido de la justicia o un jugador, un hombre de acción. En cierto modo tenía algo de todo esto. Lo supe muchos años después. Entonces sólo era un rostro, y empezaba a ser un universo. Quienes llegaron al anochecer a las bardas eran Lucas y el hombre del lobanillo. Los dos días de setiembre empezaban a correr. Y el idioma. Y un mundo que en principio no tenía por qué despertar mi atención. Jerez, la vendimia, Andalucía. Todo demasiado cercano para pensar a priori que allí podía haber un universo nuevo. Así era más o menos de torcido mi entendimiento. Caballero Bonald empezó a enderezármelo. La proximidad también era literatura. Más. La esencia de la literatura es la proximidad, lo cercano, lo propio.

Si alguna vez se hubiera propuesto redactar una obra panfletaria, sólo política, le habría salido mal, porque le habría salido buena literatura

Tal vez ése fuera el descubrimiento mayor, en lo que atañe a mi formación como escritor, que percibí en esa novela. Y después estaba todo lo demás. La maestría con el lenguaje. Detrás estaba todo aquello del realismo social, la generación del Medio Siglo o de la Berza, como quisieran llamarla. Caballero Bonald siguió cuarteándome todo el andamiaje de los estudiosos. Como ya antes había comprobado con Aldecoa o Marsé, la novela que tenía entre manos trascendía aquello que se llamaba realismo social. Bonald, como alguna vez ha declarado, está incapacitado para escribir mal. Si alguna vez se hubiera propuesto redactar una obra panfletaria, sólo política, le habría salido mal, porque le habría salido buena literatura. Así que no es petulancia ni soberbia su declaración. No es su estilo. Su estilo tiene que ver con la sabiduría, en lo literario y en lo personal.

Lo personal. Unos cuantos meses después de haber leído Dos días de setiembre me fui a topar con Caballero Bonald en la Plaza Mayor de Madrid. En mitad de una noche desapacible el escritor firmaba libros en una efímera feria del libro de invierno. Nunca me había acercado a ningún escritor, mi escaso fetichismo me había retenido a la hora de tener ningún libro dedicado, y sin embargo aquella noche aproveché para hacerme con Agata ojo de gato y una escueta dedicatoria del autor, más inclinado a atender a la amiga que me acompañaba que a mí mismo. Después vendría el tiempo. El privilegio de una amistad y una admiración cercana que remotamente empezó a fraguarse aquella noche de Agata ojo de gato.

Aquí está también ese libro. Editorial Bruguera. Libro Amigo. Y también una edición posterior con un prólogo escrito por mí. Allí hablaba de la construcción de un paisaje literario, y decía que “No era el escritor quien iba a esas marismas [...], sino que las marismas y el paisaje se paseaban por el interior de Caballero Bonald”. También decía en aquel prólogo que “un escritor es un lenguaje”. Claro, que hablar de Bonald y del lenguaje es hablar del tópico. Y eso siempre es menospreciar a alguien que ha huido de todos los tópicos y que es un escritor de personalidad excepcional en el término justo de la palabra.

Caballero Bonald no es un escritor barroco, sino uno preocupado por la estética, por el barro con el que está construyendo su casa

Caballero Bonald no es un escritor barroco ni un novelista con la consideración estilística del poeta. Es un escritor preocupado por la estética, por el barro con el que está construyendo su casa. Y esto, que podría ser una obviedad no lo es. Hay novelistas descuidados, puramente argumentales. El autor de Toda la noche oyeron pasar pájaros, En la casa del padre y Campo de Agramante no lo es. Tal vez porque no se desdobla en géneros, porque entra en ellos con la misma intensidad y porque cada vez le importan menos las fronteras entre ellos. Hasta tal punto que hablar del Caballero Bonald novelista o narrador y no hacerlo de sus dos espléndidos libros de memorias sería dejar manco el asunto.

Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir son mucho más que el testimonio de un hombre y un tiempo. Retratan un espíritu indomable, una profesión azarosa, unos personajes extravagantes, divertidos, tristes, pero sobre todo, esos libros vuelven a constituirse en argumento y prueba de todo lo que hemos hablado. Otra vez el narrador deslumbrante y desasosegador. Sí, veintiséis años de aquellos Dos días de setiembre. Y una certeza. En este tiempo, a medida que he ido aprendiendo este oficio, he ido apreciando más el trabajo de Caballero Bonald. Siempre el trastorno y el placer aparecen en cada página, y no sé cuál de los dos es mayor.