Una vez más en su dilatada carrera volvió a hacer lo que nadie esperaba. El deportista más querido de la historia también ha sido el que más veces hemos dado por muerto. Entre amores y entierros, siempre nos hemos decantado por lo segundo, aunque luego hayamos tenido que resucitar al finado para hacerlo todavía más grande. En esa tendencia española a la fiesta y la ceremonia, la querencia a los funerales siempre se impone.

Bien es cierto que ni el propio protagonista la esperaba esta enésima vez, aunque la tuviera entre ceja y ceja. De sus declaraciones de hace unos meses se desprendía un ligero optimismo, una mínima esperanza y las palabras entusiastas de quien está disfrutando con lo que hace porque no puede hacer más.

Por eso el discurso sonaba a capitulación, porque provenía de alguien que siempre había hecho más. Un hombre castigado por las rodillas, sus pisadas, la espalda, la muñeca y, en los últimos tiempos, por su arma principal, la determinación, se mostraba de repente desvalido en la pista, una sombra de lo que fue. Un deportista que nos había enseñado que los campeones tienen muchas dudas y los héroes muchos miedos no sabía cómo derrotarlos.

Nadal en acción durante la final de Roland Garros.

Nadal en acción durante la final de Roland Garros. Benoit Tessier Reuters

Con la determinación quebrada, su tenis se esfumó. Casi en la tercera edad para un especialista que había labrado su leyenda en la tierra que tanto exige, esta vez parecía la definitiva. Sin embargo, poco a poco, contra pronóstico, ha convertido a sus apóstoles descarriados. Bien podría recriminarnos que hemos necesitado verlo resucitar para creer. Yo también me confieso un Tomás, aunque juro que nunca volveré a dudar.

Muchos son los factores que le han hecho grande durante tiempo, aunque no son tantos los que trascienden. El entorno crítico-pero protector- que le rodea no se caracteriza por su locuacidad, de forma que tenemos que leer entre líneas cuando se deciden a hablar. Ni siquiera sabemos si durante su crisis de confianza estuvo en contacto con un psicólogo, porque cuando le preguntaron dio una respuesta rajoyesca, de las de no saber si sube o baja las escaleras.

No obstante, parece claro que el clan nunca deja de moverse en busca de la innovación, como lo muestra la incorporación, por ejemplo, de Carlos Moyà. Una de las características más acusadas de su carrera es la constante evolución, sin la que no hubiera podido derrocar a Federer y aguantar los embates de Djokovic y Murray hasta que su cuerpo y su cerebro dijeron basta. Hoy tiene además que lidiar con la nueva generación, criados en los avances de la preparación física y técnica, unas bestias incansables que golpean la bola como si su vida dependiera de ello. Pero ni siquiera el designado sucesor Thiem, ambicioso y potente, pudo hacer otra cosa que rendirle pleitesía.

Ha trabajado más que nunca para volver donde siempre. Al sitio que le corresponde, un tenista único que acaba de completar una gesta inimaginable. Esta es la verdadera dimensión de su hazaña: que ni siquiera éramos capaces de soñarla. Amigos lectores, nunca más tomemos su nombre en vano.