Rafael Nadal devuelve la pelota al australiano Nick Kyrgios.

Rafael Nadal devuelve la pelota al australiano Nick Kyrgios. Claudio Onorati EFE

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Nadal, maestro en autocorreción

Obligado a variar su estrategia inicial, el mallorquín remonta 6-7, 6-2 y 6-4 a Nick Kyrgios y se clasifica para los cuartos de final en Roma, donde se medirá con Novak Djokovic.

12 mayo, 2016 19:10
Roma

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La cabeza de Nick Kyrgios acaba destruida. En la victoria de Rafael Nadal en los octavos de final del torneo de Roma (6-7, 6-2 y 6-4 en 2 horas y 26 minutos), el australiano se desespera porque ve cómo su rival pasa de no poder hacerle un golpe ganador a soltar el látigo que le lleva a la siguiente ronda. Hay cosas que nunca cambian: a punto de cumplir los 30 años, el mallorquín sigue siendo un maestro en analizar sobre la marcha sus encuentros para corregir lo que sea necesario y evitar la derrota. Lo que lleva ocurriendo desde hace más de 10 años. Lo mismo que sucedió en Roma.

El español, que este viernes se medirá con Novak Djokovic (0-6, 6-3 y 6-2 al brasileño Bellucci), tiene una oportunidad de oro en el Foro Itálico: ganar el título le convertiría en número cuatro del mundo, por lo que evitaría al serbio en cuartos de final de Roland Garros, la ronda en la que le inclinó en 2015. Para eso, obviamente, le falta muchísimo: su desafío ahora no es mirar a largo plazo.

La tensión del cruce anestesia la puesta en escena del número cinco. Nadal, que arranca con una doble falta, pierde el saque en blanco en el primer juego del partido. Salvo el revés que confirma el break, Kyrgios no hace nada espectacular para obtener semejante premio. Los imprecisos golpes del mallorquín dejan un comienzo lleno de dudas que arregla rápidamente: un minuto después está celebrando su vuelta al partido con una rotura (1-1) que le permite mantener igualado el marcador hasta que llega el tie-break, donde se agarrota de nuevo (doble falta para 3-5), perdiendo el parcial inaugural y agarrándose a una remontada como única opción para no decir adiós.


El campeón de 14 grandes vive una agonía en la primera manga porque disparar un golpe ganador le cuesta sudores fríos (solo consigue dos). Sin intención en la derecha, el tiro más importante de su juego, Nadal es menos Nadal. La rémora del candidato es el trampolín del aspirante. Sin tener que hacer frente a la mejor versión del drive de su oponente, Kyrgios juega suelto y a placer. Él manda y decide a qué velocidad se escribe el enfrentamiento mientras va dejando muestras de su carácter ganador, a veces demasiado volcánico.


Irreverente hasta cruzar la línea roja, el australiano pega y grita como si le fuera la vida en ello. Las llamativas cadenas de oro que cuelgan de su cuello se sacuden después de cada golpe, asomando por encima de la camiseta en un balanceo cargado de ira. Kyrgios no golpea la pelota, la destroza una y otra vez. En la mano tiene una raqueta, pero perfectamente podría ser un martillo porque esa violencia le bastaría para doblar una plancha de acero.


Al español le salva la superficie, concediéndole una importante tregua: a diferencia de su único precedente (en la hierba de Wimbledon en 2014, con victoria para el australiano), la tierra batida le permite plantear un partido distinto. Aunque Kyrgios juega a cara de perro, sin dudar para arriesgar cada vez que tiene la mínima oportunidad, la arcilla ayuda a Nadal en su idea de convertir los puntos en una tortura, que el encuentro sea un infierno. El español quiere peloteos de ritmo alto, lo contrario que persigue el número 20.


Pronto, Nadal recibe con sorpresa una peligrosa noticia. Kyrgios está motivado, con ganas de competir para demostrarle al mundo lo que es capaz de hacer. Con la cabeza en paz, el australiano juega de dulce, provocando palabras de asombro en el graderío. Tan alto es su nivel de implicación, tan grande su determinación, que acepta lo impensable: Kyrgios corre, se defiende y hasta usa derecha con altura sobre el revés del balear para incomodarle. Sabe que la tierra exige eso, sufrimiento. Y es un peaje que está dispuesto a pagar. En cualquier caso, la línea que separa la tranquilidad del colapso es tan fina como el pétalo de una margarita, algo que demuestra luego cuando le vienen mal dadas.


Antes, durante la primera hora de la tarde, el australiano confirma que va sobrado de talento. Solo alguien bendecido con ese don puede ser boxeador y artesano, fabricar misiles y también sutilezas. Nadal resiste como puede, que ya es mucho. Incluso se fabrica una bola de set al resto (con 5-4) que no aprovecha. Cuando pierde el primer set en el tie-break, con los saques del australiano explotándole en la cara, toma una decisión que pone patas arriba el partido.


Perder la primera manga obliga a Nadal a reaccionar, a buscar una solución, a cambiar la táctica. Especialista en analizarse sobre la marcha, el español concluye que su margen para ser agresivo es todavía muy amplio, que ahí tiene la llave para llegar a las semifinales. Dicho y hecho. En dos juegos, el balear dispara más ganadores que en toda la primera manga (cinco por dos). Logra un break (2-0) y luego otro (4-1) hasta recuperar el mando del partido. En consecuencia, y mientras Kyrgios recibe atención médica en la cadera, gana la segunda manga.


El partido está empatado y el tercer set destapa lo mejor de Nadal y lo peor de Kyrgios. Con la decisión de ir a por la victoria asentada, el número cinco comienza apuntando a las líneas, moviendo a su rival de lado a lado. El australiano pierde el saque y también los nervios. Le duele la cadera, aunque no tiene problemas para correr hacia delante a toda pastilla cuando su rival le cita en la red. Brama y maldice, ya ha dejado que la mala baba tome el controle. Para entonces, Nadal tiene el encuentro agarrado por el cuello y no piensa soltarlo. La victoria le deja ante la situación ideal, una que estaba esperando: mañana tiene una prueba vital antes de Roland Garros.