Un día después de que Paul McCartney descargara su repertorio en el Calderón con una energía envidiable para sus casi 74 años, nos levantábamos con la noticia de la muerte a esa edad de Muhammad Alí, otro de los grandes protagonistas de la Década Prodigiosa. Ambos compartieron mucho más que una curiosa sesión fotográfica, propia de la cultura pop de aquellos días: el protagonismo de unos años convulsos que revolucionaron buena parte de los estándares establecidos.


Si los Beatles cambiaron los patrones de una adormecida música popular hasta convertirla en una de las industrias más rentables, Alí, el más grande, logró girar las miradas de todo el planeta hacia el mundo del cuadrilátero. Hoy, para muchas personas el atletismo es Usain Bolt. Para la mayoría, el boxeo será siempre Alí.


Y yo también comencé con Cassius Clay. Tenía poco más de diez años cuando me levanté a todo prisa para preguntar a mi madre quién había ganado el combate del siglo. “Ha perdido, hijo”, me contestó. Una punzada de pesar se me instaló en el estómago. El poderoso, el invencible, uno de mis héroes, no había podido reconquistar el título mundial ante Joe Frazier. Y ahora me pregunto cómo podía estar hechizado por un tipo que vivía al otro lado del Atlántico en aquella España en la que apenas había un canal de televisión y las noticias llegaban a cámara lenta.


Donde no llegaban los medios de comunicación, sobraba la imaginación de un niño. Todavía ajeno al valor sociopolítico de su figura, el Loco de Louisville era un personaje más de mi universo infantil. Como el Capitán Trueno o Miguel Strogoff, Alí era todavía más que el carisma que desbordaba por los poros. Era un hércules que parecía jugar con sus rivales mientras hablaba y nos hacía reír. En el fondo, lo que a todos nos hubiera gustado ser: el rey del mundo. Hasta se permitía tomar la vida como un escenario sin que sus exageraciones parecieran histriónicas. Cualquier otro hubiera parecido un ridículo charlatán, pero él tenía también ese don insólito de que todo lo que tocaba lo convertía en un documental o en una película. Indefectiblemente, en cuanto aparecía no podías apartar la vista de él.


Cuando en 1967 se negó a cumplir el servicio militar, Alí se convirtió, además, en un mito contracultural que se convirtió en la voz de los oprimidos de su raza. El personaje comenzó a superar al deportista, hasta convertirse en una figura imprescindible en la iconografía de los años 60. Al lado de los Beatles, los Kennedy, Bob Dylan, Martin Luther King, mayo del 68, el movimiento hippie, el black power o Malcom X, ocupa un lugar por derecho propio en la historia del siglo XX.


No sé si Alí ha sido el boxeador más grande de todos los tiempos, ni creo que nadie lo pueda saber. Tampoco me interesa. Pero es un hecho incontestable que es el deportista más icónico e influyente que jamás haya existido. La fuerza de su figura es de tal dimensión que en un momento en el que lo políticamente correcto está poniendo en cuestión el boxeo, el planeta entero aclama a Mohammed Alí como el deportistas más grande de todos los tiempos. Los héroes pueden perder y morir, pero permanecen con nosotros para siempre.