Si los prohombres de la cultura se quejaron de la poca cancha que se le dio durante la campaña electoral, los creyentes del deporte deberíamos haber pedido el cambio de régimen. El deporte nunca ha interesado demasiado a los políticos salvo para utilizar a los deportistas como figurantes de sus posters propagandísticos en los últimos años.

Tampoco el actual proceso de búsqueda de pactos está siendo una excepción. Los futuros dirigentes de nuestros país son hoy tahúres más preocupados por lanzar faroles, envites y hasta algún que otro órdago que por intentar contarnos la jugada o explicarnos las cartas que tienen en la mano.

Con este panorama no es de extrañar que en el deporte español todavía ocurra algún episodio propio de Cuéntame. En una especialidad cuyos primeros campeonatos del mundo tuvieron lugar en 1896, que fue incluida como deporte de exhibición en los JJOO de Londres de 1908 y que pasó a formar parte del programa oficial olímpico en 1920 -antes incluso de que vieran a la luz los primeros Juegos Olímpicos de Invierno en Chamonix (1924)- un ciudadano de una de las supuestas potencias mundiales del deporte ha tenido que recorrer un camino que recuerda al de Santana, Ballesteros y Ángel Nieto.

En 2009, ante la falta de recursos de todo tipo, Javier Fernández se vio obligado a emigrar a Estados Unidos sin saber inglés y a pesar de ser un chico que, como reconocía su madre al término de su último triunfo, “necesita estar cerca de su familia.” En la primavera de 2011, se trasladó a Toronto (Canadá) para entrenar con el doble subcampeón olímpico, Brian Orser, con quien encontró la estabilidad y la figura protectora que necesitaba. El resto es historia conocida: un título mundial y cuatro títulos europeos consecutivos.

De esta forma Javier Fernández se ha convertido en uno de los personajes más atractivos de nuestro deporte. Al aura de pionero que lo envuelve, añade una personalidad amable y agradecida, muy lejos de la actitud de algunas de las estrellas que caminan por la vida mirando por encima del hombro y enfadados con el mundo.

Y llama mucho la atención su relación con su compañero y rival, el número uno del mundo, el inalcanzable Yuzuru Hanyu, a quien respeta pero no cesa de advertir: el español acaba de establecer el récord de Europa y ha dado la sensación de tener margen de progreso. Los dos campeones comparten entrenador y se motivan y se admiran tanto como desean ser el mejor. Un ejemplo para hacernos pensar.

Javier Fernández, sin embargo, no se conforma con los éxitos, ya que pretende trascender compartiéndolos con nosotros. Generoso, quiere seguir haciendo historia para el patinaje español y lograr que su especialidad se desarrolle en España. Y mientras consigue medallas, se envuelve en la bandera y fascina a los espectadores de todo el mundo, Javier, ya un héroe de nuestro deporte, camina por la vida con la misma sonrisa que prodiga sobre el hielo.

Coincidencias de mi vida, casi al mismo tiempo que conseguía su cuarto Europeo, se cumplieron, el 1 de febrero de 1966, 50 años de la muerte de uno de los ídolos de mi adolescencia, Buster Keaton. Otro héroe determinado y altruista que batalla en las condiciones más adversas en busca de sus propias convicciones, sin esperar por ello el aplauso ni la recompensa. Como Javier. Eso sí, Keaton no quiso sonreír nunca.