No se le ocurrió otra cosa al club que facilitar el trance de la despedida al Vicente Calderón haciendo sonar en la megafonía los versos de Hurt (Daño) interpretados por Johnny Cash: “Me hiero a mí mismo hoy/ para ver si aún siento/ me concentro en el dolor/ la única cosa que es real…”. Eran las 19.57 horas y por primera vez las gradas del Calderón se sumieron en un silencio insoportable bajo un cielo plomizo. Fue como si de golpe tragasen saliva al mismo tiempo las pocas personas que aún se negaban a abandonar el estadio. Arganzuela era Baler y aquellos los últimos del Calderón, incrédulos ante los miembros de la seguridad, que iban por las butacas advirtiendo a todos de que su resistencia era en vano. El que no tenía la mirada perdida en recuerdos, buscaba alguna instrucción a seguir, el eco de un último cántico con el que demorar la retirada. Todo menos aceptar que no se volverá a desfilar por Melancólicos (¡cuanto te quiero!), ni más previas en El Parador.

No bastaban las palabras del Cholo, que en su versión más peronista pidió a los atléticos que no lloren por él porque el idilio durará al menos un año más. Ni siquiera hubo consuelo en los saltos de Griezman cuando el estadio exigió pureza de sangre. Nada servía. Pero al filo de la noche ya sólo quedaban dos opciones en la ribera del Manzanares: revolverse cual colonos judíos al intento de desalojo o asumir con honestidad que el tren de plantear batalla se escapó hace ya tiempo rumbo al exilio. Antes de la separación, el Calderón se había brindado a sí mismo un último baile. Una sucesión de homenajes espontáneos y ajenos al evento oficial programado por el club. La grada se dirigió a la grada mientras, ahí abajo, seguía disputándose el partido. A los diez minutos el marcador reflejaba ya dos goles del Niño, surgido también de esas bancadas que luego rompieron a aplaudir a Tiago. Se recordarán los años de buen fútbol del portugués, pero sobre todo sus lágrimas en Barcelona.

La grandeza del Calderón radica en sus pequeños detalles y en que no hace falta que un speaker le explique a ninguno de los 55.000 espectadores quién es la señora Luengo. Sirvió una pancarta desde el Fondo Sur con la leyenda “Las flores de Margarita” para que todo el estadio supiera hacia qué zona girarse, ponerse en pie y aplaudir a la mujer que por última vez depositó en el córner de Pantic su tributo al héroe. Un ritual repetido cada partido desde hace 20 años. No hay padre que haya llevado a su hijo alguna vez a ese campo que no le haya explicado el carácter sagrado de esos claveles rojos y blancos en la esquina. Y por qué nadie podía osar a tocarlos, ni siquiera los jugadores del Atleti.


Este domingo los quince minutos de gloria que Warhol convirtió en un derecho universal se los cobró el Míster, otro de los personajes que formaban el ecosistema del Manzanares. También se llevó su ovación. Es un chaval que rivaliza con el Cholo en la intensidad que le imprime a los partidos desde la otra banda del campo. Vestido de punta en blanco, corre de un área a otra, coloca a los jugadores, protesta al árbitro, pide a su sector que anime... Es el mismo que organiza las colas para conseguir las entradas de las finales durante las frías noches de espera. Aunque llega el primero, no se va hasta que el último socio consigue su billete. Fue brutalmente agredido en los aledaños del Bernabéu en la última visita, pero sus heridas no merecieron tanta atención de los medios como otras. Él encabezó los cánticos que terminaron por declarar zona liberada la galería de Víctor Manuel II en Milán. Hace unos días Telemadrid conectó con la M30 por un coche incendiado en medio de la carretera a la altura del estadio. En pleno directo apareció el Míster para apagar el fuego con un extintor. El Calderón también era su casa y ayer echó el cierre a 50 años de momentos. Lo hizo con los versos de Johnny Cash: "Si pudiera empezar nuevamente/ a un millón de millas de aquí/ me conservaría a mí mismo/ encontraría un camino".