Suele atribuirse a la dependencia de los resultados, con su inevitable carga de aleatoriedad, la dureza de la profesión de entrenador de fútbol. En el caso de Zinedine Zidane la cosa es más ardua todavía, porque a él no le compulsan ni siquiera el salvoconducto del éxito. En seis meses al frente del equipo ya lucía los entorchados más altos, pero no por eso le dejaban (ni le dejan) pasar al club de los entrenadores aptos o libres de sospecha. Ganó la Undécima, la Supercopa europea y por poco -si se descuidan Luis Suárez y Sánchez Arminio- la Liga del desahucio, pero el matón de la puerta sigue arguyendo que no luce los calcetines reglamentarios.

Siguen sin dejarle pasar al selecto club de los entrenadores fetén (hay quien no le considera aún ni entrenador) porque no ha concebido deslumbrantes revoluciones tácticas y, por tanto, no se las ha explicado a ningún gurú a mesa y mantel puesto. A un entrenador se le mide por sus títulos pero resulta que es el técnico del Real Madrid y por añadidura la apuesta personal de Florentino, y si gana títulos entonces habrá que echar mano de otra vara de medir que no sea la de ganarlos o no ganarlos.

EFE

“Un entrenador mediocre”, se llegó a sentenciar a cuenta de una serie de recientes empates, aunque en el fondo da igual a cuenta de qué. La goleada de este sábado al Betis, por ejemplo, no le servirá para ganarse un ápice de la consideración de juntaletras o esputamicrófonos que a buen seguro perseverarán en su desdén. Las plumas ya refulgían en su afilamiento (“ADN empatador” sería el más generoso de los titulares ya programados) después de la mencionada racha de igualadas, y tiene su mérito recuperar el espíritu de un equipo en el cual la profecía autocumplida tiende a imponerse por el pavor que genera el entorno. En otras palabras, el Madrid estaba destinado a empatar en el Villamarín por puro miedo a volver a empatar. Pero resulta que a Zidane se la sopla el entorno y se la sopla que el entorno diga que es mediocre porque no ha inventado nada. Es más, empieza por admitirlo él, con esa llaneza franciscana: “No he inventado nada”. Y resulta que al final no empató en el Villamarín. Vaya si no empató.

Pero claro, estamos en lo mismo. No empató sin que ese no-empate (1-6) pueda atribuirse a innovaciones estratégicas o deslumbrantes maniobras ajedrecísticas. El Madrid mostró en Sevilla demasiadas versiones (y demasiado dispares) de la brillantez futbolística como para considerar a su entrenador un buen entrenador. No es un autor. Si a John Huston le costó una vida entrar en el olimpo del cine porque hacía películas tan disímiles como “La jungla de asfalto”, “La reina de África” o “Paseo por el amor y la muerte”, ¿cómo vamos a otorgar el carnet de sabio del fútbol a un señor cuyo equipo mete goles de jugada de estrategia, contragolpe fulminante (¡rubricado por Isco y a pase de Pepe!), ataque estático y genialidad individual? Con un agravante: el cineasta de Missouri no era empleado de la entidad más odiada por los odiadores que en el mundo son, más envidiada por los envidiadores que en el mundo son, más apetecida por el fracaso de quienes son ya un fracaso. No había por tanto tantas ganas de negarle el pan y la sal como al marsellés. Marsellés a quien, repito, le da igual todo esto y muy bien que hace.

Zidane ha conseguido que un puñado de aparentes defenestrados (ante el Betis con Isco y Kovacic al frente) crean en él y en su proyecto. Ha logrado que crean eso que se dice de los actores secundarios, es decir, que no existe semejante categoría, porque cuando hablan pasan a ser los protagonistas. Y resulta que aún por detrás de los defenestrados, parapetados en un hambre voraz, se agitan almas indomables que se llaman Lucas, Morata y Marco. Pero cuidado que luego están los primeros espadas, algunos sanos, otros esperando volver mientras disfrutan del buen hacer de subalternos incandescentes de fe. Entre los sanos, en Sevilla, un Toni Kroos omnipresente y omnisciente (es el sabelotodo de la clase que ni siquiera te concede el alivio de caerte mal por ser tan serio); un Marcelo que juega en todas partes, como por aspersión; un Cristiano -al fin, y por dejar de enumerar- que nunca volverá a ser el mejor Cristiano pero, como no lo sabe, pronto volverá a ser el mejor Cristiano.

El Madrid empató cuatro veces seguidas, sí, pero no tomó nota de ello. Que tomen nota en cambio sus enemigos: va a por todas, y va muy en serio.