El deporte siempre encierra intangibles paradójicos. El país con más bicicletas de Europa y que ha convertido este vehículo en un objeto de culto popular llevaba desde 1980 sin ganar una gran vuelta. Productores de grandes rodadores y contrarrelojistas, por fin los Países Bajos han podido disfrutar una victoria de la mano del mismo hombre que perdió la Vuelta de 2015 en la Sierra de Madrid. Tom Dumoulin, más maduro, pero todavía lejos del nivel de Miguel Induráin con el que se ha querido compararlo, sufrió hasta el último kilómetro por culpa del desajuste intestinal más famoso de la historia de este deporte.

Cuando este cronista era un niño y se aficionó al ciclismo con una bicicleta de hierro, los relatos radiofónicos y las carreras de chapas con las caras de los ciclistas, el Giro no era menos que el Tour. Al menos, en nuestra imaginación. Al poco comenzaron a llegar imágenes televisivas de aquellos duelos vibrantes entre el imbatible Eddy Merckx y el imprevisible José Manuel Fuente, uno de los mejores escaladores que ha dado nuestro deporte. Un corredor que en cuanto vislumbraba una rampa demarraba sin compasión para los rivales ni medida para sí mismo. Indomable, nunca dejó que nadie condujese sus fuerzas.

Como José Manuel Fuente, hace un par de días, con motivo de las 500 millas de Indianápolis, Fernando Alonso llegó a comentar que al principio el coche le conducía a él, hasta que en un momento dado dijo: "Ahora voy a empezar a conducirlo yo". Lo contrario que Nairo Quintana que aparece perennemente retenido por su director, por sus medidores de potencia y pulsaciones o por su cabeza. Vaya usted a saber por qué.

Bien, es verdad que ha dado la impresión de no estar tan fuerte como en otras ocasiones, pero, una vez más, la inmensa clase de Quintana nos ha dejado fríos. En la última etapa de montaña perdió todas sus opciones cuando parecía que a Dumoulin se le escapaba otra oportunidad. Al holandés le fallaron el equipo y las fuerzas y quedó a merced de enfebrecidos rivales que lo atacaron hasta derribar su resistencia. Pero en lugar de dar ejemplo, el colombiano se dedicó a parlotear con sus vecinos de fuga para pedirles que lo relevaran. De nuevo, nada que ver con los espíritus raciales de la bicicleta, los que han escrito la leyenda de este deporte.

Hay deportistas a los que su apariencia física les traiciona. Y puede que esta sea la razón de que el colombiano nos trasmita tan poco. Esa ligereza con la que comparece en la montaña invita a pensar que podría ser un Fuente, un Pantani o un Contador. Nunca lo sabremos, porque se esconde tras una máscara indescifrable, una alegoría de los convencionalismos cicateros del ciclismo actual. Me gustaría ver tanto a un Quintana ganador como a un Quintana derrotado por su propio ataque.

El resto de los protagonistas nos han regalado grandes momentos y una lucha extenuante hasta el desenlace final en Milán. Esta ronda italiana ha sido memorable, con una última semana diseñada para el espectáculo que colocó a media docena de ciclistas en un puñado de segundos. Níbali, esa especie de Perico Delgado a la italiana, ya no volverá a sus mejores años, pero siempre porfía, se mueve con astucia y baja los puertos como un cohete. Una bendición para cualquier carrera, que en esta ocupó el tercer lugar del podio. Mientras, Pinot, el enésimo sucesor de Hinault aplastado por la presión del mito, no pudo rubricar en la contrarreloj final la posición del cajón que defendía.

Algo tiene el Giro cuando lo bendicen. Y las bendiciones llegan de muchas partes. Los que lo conocen lo quieren. A diferencia del mastodóntico pero maquinal Tour de Francia, el Giro -como la Vuelta- conservan ese sabor de cercanía y ciclismo clásico que hicieron grande este deporte. Los participantes se sienten más cómodos y disfrutan del calor de los aficionados. La carrera es más abierta y los equipos parecen estar menos atenazados por la responsabilidad. El resultado es mucho más entretenido para los corredores y para los espectadores. Un soplo de aire viejo para una era computerizada.