Como el de Zidane, y tras el paréntesis del año pasado, el Madrid de Laso se ha clasificado para las semifinales de la máxima competición europea en una temporada en la que la teoría de los vasos comunicantes parece funcionar cada vez más en este club. Virtudes y defectos pasan de uno a otro equipo como si se contagiasen estos y se regalasen aquellas.

Quizá la característica común más acusada -tan comentada en estos días- sea la de la parsimonia con la que se toman la mayoría de los partidos. Conscientes de su superioridad y atrapados en un calendario agotador, los jugadores cumplen los trámites de las fases clasificatorias y de los equipos considerados modestos con la condescendencia de quien cree que apretando el acelerador en el momento preciso lo solventará sin dificultades.

Claro que una cosa es lo que los jugadores creen y otra lo que los contrarios están dispuestos a demostrar, en líneas generales, que son pobres pero competentes. Así, los Madrid se han visto con el agua al cuello en los últimos minutos con más frecuencia de la deseada, incluso en ocasiones cruciales de la temporada. En baloncesto, en la Copa del Rey y frente al Darussafaka, y en el fútbol, frente al Bayern y en el último Clásico que le redujo el colchón que manejaban con suficiencia desde hacía muchas jornadas.

En efecto, tanto caminar en el alambre tiene el riesgo de la caída, aunque Zidane parece haber reconstruido el juego y la moral del grupo con la ayuda de los habituales suplentes. ¿Qué si prefiero al A o al B? Los jóvenes siempre atraen mucho, y más si son vecinos. Y la camada que ha reunido el Madrid es extraordinaria. Hablan el mismo idioma en la cancha -también James-, y tienen técnica y físico para repartir a espuertas. La relación asombra porque además son rápidos, una condición que no se compra.

El contraste con el cansado equipo de la BBC es penetrante: ahorran el mínimo esfuerzo y la medular atraviesa uno de sus momentos más espesos. Cristiano ha perdido su velocidad, Benzema la chispa que acompañaba a su clase y con Bale no se podrá contar. En su descargo hay que alegar que están soportando el peso de una temporada atosigante. Más allá de esto, puede adivinarse un cambio profundo en la configuración del equipo con la temporada venidera de transición. Pero de momento, creo que lo más sensato es utilizar a los más jóvenes como recurso para potenciar al equipo titular. El momento crítico de la temporada no es el apropiado para una revolución.

Hablando de jóvenes, la joya del baloncesto europeo, el mejor que hemos visto por estos pagos, certificó la clasificación del Madrid en Turquía. Desde la Copa no andaba muy fino y los dos primeros partidos de la eliminatoria de cuartos de final de la Euroliga fueron la confirmación de un bajón de juego refrendado por las lágrimas de Luka Doncic en el banquillo del Palacio. En el tercer partido de la serie, Pablo Laso tuvo los arrestos y la lucidez de darle las riendas en el quinteto inicial. O sea, de devolverle la confianza que el chico había perdido ahogado por la presión de la tarea hercúlea de dirigir la nave madridista. El resto lo puso el inmenso talento y la fortaleza mental de un chico nacido para jugar al baloncesto.

En esto, Laso y Zidane son almas gemelas. Maestros en el dominio de uno de los males que socava los cimientos de los equipos modernos, ambos fueron etiquetados como faltos del carácter suficiente para domar los egos de unos vestuarios repletos de estrellas. Entrenadores catalogados con el tópico de perfil bajo, han manejado su situación con maestría y, desde luego, con mayor destreza que predecesores de enorme prestigio: Mourinho, Ancelotti y Messina.

A la sombra de plantillas extraordinarias y expuestos a la crítica desmesurada, Zinedine y Pablo aparecen ante los medios con tranquilidad y sentido común, con un gesto amable que esconde la seguridad en sus propios pasos. En cada aparición de forma educada están diciendo, entiendo lo que me comentáis pero pienso seguir fiel a mi hoja de ruta. Una lección de tranquilidad desde los banquillos más agitados del mundo.