Cuando Ramos flota hacia el balón que acaba de peinar Bale, no despega del todo porque lo lleva enganchado Savic. Se aferra a él como el niño que lucha angustiado por que no se le escape la cometa. Cuando Ramos va hacia la pelota, el trayecto que recorre es una especie de prolongación del que había dibujado dos años antes sobre la hierba de Lisboa. Va, en realidad, hacia el mismo gol que empezó a enterrar todo para el Atlético: el vahído inicial de Casillas, la nueva tradición de llevarse los derbis, el animal indescifrable en que se ha convertido para el vecino. Ramos despega hacia ese punto, y Savic se cuelga de su camiseta, se amarra a un sueño que amenaza con escaparse.

El gol es en fuera de juego, es cierto, pero estas cosas te las hace el Madrid fuera de sitio, e incluso fuera del tiempo. En el 92.48, por ejemplo. Son los fogonazos que apuntalan esa impresión de inevitabilidad con la que se acumulan ya once orejonas en el Bernabéu. Como el penalti que revienta Griezmann en el larguero nada más regresar del descanso. Ni la tarjeta amarilla previa a Keylor Navas es suficiente para restablecer el equilibrio emocional de una ciudad enfrentada que miraba al fútbol.

Cristiano celebra el gol.

Cristiano celebra el gol. Tony Gentile Reuters

Aunque el gol lo encontró algo más tarde, y se anunció una prórroga en la que el Atlético podría estar preparándose para devolverle al Madrid aquella de Lisboa en la que se le iban desmayando los jugadores. En Milán caían los madridistas. Lesión de Carvajal, calambres de Cristiano, de Bale. Un equipo que se desintegraba mientras se relamían los atléticos, que habían ido hasta allí a vengarse. Corrió la certeza de que Zidane se había equivocado al no guardar un cambio. Como Simeone hace dos años metiendo a Diego Costa. Pero también eso lo aguantó el Madrid.

La Copa de Europa funciona como una especie de corriente subterránea que discurre bajo la superficie de este club. Año a año, mes a mes, casi semana a semana, amenaza con derrumbarse, con autodestruirse. Mete un portero en un avión para despacharlo y le hace regresar. Se autoelimina en Cádiz. Se harta de un entrenador. Rescata uno con escasa experiencia en Segunda B. Se descuelga 12 puntos del Barça. Y siempre, bajo esa agitación continúa discurriendo esa corriente de la Champions. Asoma un manantial en Lisboa con la cabeza de Ramos, que reaparece en Milán con el pie.

Y llegan a los penaltis fundidos. Zidane parece entonces un comandante en Vietnam que arranca soldados del hospital de campaña para lanzar los penaltis. A por la última colina. Antes les ha enviado unos masajistas. La situación es desesperada. Pero Juanfran la envía al poste y se queda Cristiano frente al último centímetro de tierra antes del abismo. Y ahí, más allá incluso que en Lisboa, como si fuera parte del mismo viaje, vuelve a empujar al Atlético. Y pierden la cometa.