El único error escénico de la noche fue no repetir al final del partido esa delicada Marsellesa al piano del comienzo, cuando el banderón francés amortajaba parte de la grada del Bernabéu. El ceremonial, oficialmente referido a París, anunció desde muy pronto a qué se había juntado la gente el sábado por la tarde en el Bernabéu. Y no era para llorar por otros. El piano habría cerrado mejor la cosa que ese himno lanzado a todo trapo para tapar los pitos. Lo mismo alguno habría guardado otro minuto de silencio.

El Madrid, que apenas se entretuvo en preliminares, lo pidió desde el principio. Antes de que sucediera nada, ya se había puesto a remontar. El inconveniente era lo lejos que quedaba ese mágico minuto 80 a partir del cual puede pasar cualquier cosa en el Bernabéu. Cuando lo alcanzaron ya había pasado todo. Tanto, que Isco, recién entrado, sin entender por qué seguían jugando, pidió la roja y se fue a duchar. Su desconcierto era comprensible.

A esas alturas su equipo había agotado ya todo el arsenal de arreones. En realidad no había hecho otra cosa. El Barcelona iba a lo suyo con la comprensible perplejidad de quien ve al contrario convencido de que sólo queda un instante. Con la media sonrisa del piloto que adelanta al rival que celebra el triunfo en la penúltima vuelta.

El Madrid se comportó como si todo estuviera a punto de acabarse y quisiera aún tocar una última pieza sobre cubierta. Y quizá fuera verdad. Para terminar de saberlo con certeza, lo único que queda es que se desclasifiquen las notas que tomaba Benítez mientras se le amontonaban goles a la puerta del despacho. Especialmente las últimas, ya con 0-3 y siguientes. Porque el resto se vio todo: los pañuelos, los pitos. Y los aplausos del Bernabéu a un magistral Iniesta, como a otros célebres verdugos: Cruyff, Maradona, Ronaldinho. Históricamente eso no ha necesitado nunca demasiada exégesis. Ni siquiera el subrayado de una Marsellesa al piano. Ni el silencio.