Cuando el viernes por la noche Andre-Pierre Gignac entró en el campo para sustituir a Giroud en el minuto 69 del Francia-Alemania, hacía ya casi una hora que tres terroristas suicidas se habían volado en sendos lugares de los alrededores del Stade de France. Uno de ellos con la entrada con la que la seguridad no le permitió pasar. El seleccionador francés, Deschamps, lo sabía desde el descanso, pero no dijo nada. Tampoco el alemán Löw. El partido continuó protegido por la burbuja de la ignorancia. Un cuarto de hora después Gignac marcó el 2-0. Lo celebró él, lo celebró el estadio, y lo celebraron sus compañeros.

En el abrazo no estaba Griezmann, cambiado cinco minutos antes, en el 80. Cuando dejó el campo, unos pocos kilómetros al sur de allí, otros tres terroristas armados ya habían entrado a tiros en la sala Bataclan, adonde su hermana había ido al concierto de los Eagles of Death Metal, del que pudo escapar viva. En el 80 también salió Diarra. Cuando se fue, su prima acababa de ser asesinada, o estaba a punto de serlo; no lejos de la hermana de Griezmann. Ninguno de ellos sabía nada aún.

Tampoco lo supieron muchos de los espectadores, que no se percataron de la evacuación de Hollande. Donde sí se sabía era fuera del estadio, desde donde se los observaba en la tele con una mezcla de fascinación y asombro. Por esa posibilidad de que florezcan reductos de alegría mientras sube la marea del dolor. Ese continuar con el discurrir rutinario en medio de lo terrible se le ha tolerado menos al fútbol o los conciertos que a la vida normal (pasear el perro, untar una tostada, echar la siesta). Y sin embargo. Quizá.

No era difícil mirar a los espectadores sobre la hierba del Stade de France después del partido y ver el campo, el fútbol, como un modesto refugio, del que luego salieron cantando La Marsellesa. Los terroristas eligieron arrasar terrazas de bistró, un concierto, un partido de fútbol: pequeñas felicidades de una velada de viernes. De ahí el intenso sentido de la pequeña resistencia de los dueños del Bataclan: «No cerrará nunca». Volver a cenar, a beber, cantar, jugar y gritar en la «capital de la perversión»*.

*El comunicado del Estado Islámico que se jactaba de la matanza decía: «Soldados del califato han tomado la capital de la perversión».