Imagen de un concierto de la banda de hardcore punk Minor Threat

Imagen de un concierto de la banda de hardcore punk Minor Threat

Música Música y activismo

Cuando la Casa Blanca olía a crack

El Black Cat es uno de los pocos bares supervivientes del Washington punk de los 90: guitarras eléctricas, cabezas rapadas y actitud para hacer música las protestas sociales.

25 febrero, 2016 03:04
Washington

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Hay varios peregrinajes básicos en Washington. Los apasionados de la política y la historia acuden en rebaño a la Casa Blanca y el Congreso; los entusiastas del punk de finales del siglo XX, menos numerosos, lo hacen al Black Cat, un bar, sala de conciertos y espacio cultural en plena calle 14, a menos de un kilómetro de la residencia presidencial. Hoy en día, esta larga avenida está repleta de restaurantes exclusivos y condominios de lujo. Hace 25 años, en las esquinas se vendía crack a la luz de día, los problemas se dirimían a tiros y los taxistas daban largos rodeos para evitar la zona. El alcalde más famoso y querido de la ciudad, Marion Barry, fue detenido a principios de los 90 en una habitación de hotel fumando crack con una prostituta. Ese era el panorama. 

Ahora y antes, el Black Cat estaba allí. En los 80 y 90, estaba atiborrado de adolescentes de pelo rapado, chaquetas con capucha y guitarras eléctricas. Acudían a ver a algunos de los grupos favoritos de una escena local que pronto alcanzaría fama internacional: Minor Threat, Fugazi, Rites of Spring. En la actualidad es un oscuro santuario musical rodeado de tiendas donde se venden bicicletas vintage por 3.000 dólares y apartamentos diminutos que pocos pueden permitirse. Probablemente tenga que mudarse en breve presionado por la especulación inmobiliaria.

Bebe y quédate

“Yo siempre he visto el Black Cat más como un espacio que como un local de noche. El resto de los bares en Washington están enfocados en hacerte beber rápido para que consumas todo lo que puedas y luego echarte de una patada. El Black Cat, en cambio, es un lugar donde te puedes quedar y que varía de aspecto y función”, asegura Robin Bell, cineasta local. Bell presenta en el local su documental Positive Force, en el que se retratan los 30 años del activismo punk en la ciudad donde residen “los hombres y mujeres más poderosos del planeta”, como dicen las guías turísticas. Hay una docena de espectadores. Cuatro de ellos, incluido Bell, van a participar en un debate posterior.

El grupo de punk Positive Force mezclándose con el público durante una actuación

El grupo de punk Positive Force mezclándose con el público durante una actuación

Surgido en la década de los 80 -parte colectivo de activistas inadaptados, parte espacio para jóvenes inquietos- los miembros de Positive Force se dedicaban a organizar conciertos benéficos para los habitantes menos favorecidos de la ciudad, ayudaban a los sin techo, protestaban frente a la embajada sudafricana por el apartheid o actuaban en el parque frente a la Casa Blanca para defender los derechos sindicales.

Los miembros de Positive Force organizaban conciertos benéficos, protestaban frente a la embajada sudafricana por el apartheid o frente a la Casa Blanca por los derechos sindicales

Paradójicamente, y después de varias mudanzas, fue una iglesia, la de St. Stephen´s, la que acogió al colectivo. Eucaristías, proclamas revolucionarias y canciones punk en un mismo espacio. Uno de sus grandes hitos fue leer en el New York Times tras una jornada de protestas cómo el presidente George H. W. Bush se quejaba de esos jóvenes que “le habían mantenido despierto toda la noche” con sus caceroladas y cánticos poco antes de la Primera Guerra del Golfo.

Rock'n' roll y celadores

“Eso estuvo realmente bien”, reconoce orgulloso en el documental Ian MacKaye, fundador de Dischord Records, discográfica que lanzó muchas de las bandas locales y miembro de Fugazi. “La primera vez que fui a ver a Fugazi era un concierto benéfico por los derechos de los celadores en 1995. Yo iba a verles a ellos, era un adolescente que quería experimentar el rock and roll. En el momento, quizá no me di cuenta. Pero entre canción y canción hablaban los celadores para explicar sus problemas. Era algo real. No estaban hablando de una guerra en un país lejano”, explica Chris Richards a El Español, guitarrista de Q and not U y actual periodista musical para el Washington Post.

Fotograma del documental Punk the capital, de Paul Bishow y James Schneider

Fotograma del documental Punk the capital, de Paul Bishow y James Schneider

“Esa era la diferencia de la escena de Washington de entonces al de ahora. La música te implicaba en la vida real”, añade. El éxito de Fugazi, que se convirtió en un fenómeno global con giras por todo el mundo, y su política de no cobrar más de 5 dólares por concierto, solo actuar en conciertos benéficos en el área de Washington y reinvertir directamente sus beneficios en la promoción de causas políticas y nuevas bandas, supuso un imán y puso el foco sobre la ciudad.

La diferencia del Washington punk al de ahora es que antes la música nos implicaba en la vida real, en los problemas sociales

“Recuerdo cuando Interpol nos llamó para ir de gira con ellos. Les fascinaban nuestras bandas. Sin faltar al respeto, fueron extremadamente amables, pero nos preguntaban sobre la escena de la ciudad y cómo hacíamos para cobrar tras tocar en conciertos benéficos. Claro, nuestra reacción era: ¿pero quién coño es esta gente? Esa es la idea, ¡no se cobra!”, rememora Richards, cuya banda estuvo activa entre 1998 y 2005.

La pasión de la destrucción

La conexión del punk de Washington llega hasta los grandes iconos musicales del siglo pasado. Dave Grohl, batería de Nirvana y criado en la ciudad, se formó en esos conciertos de la escena local. “Dave es buena gente. Pero las dudas de Nirvana eran si fichar por una multinacional o una discográfica independiente. Eso no es punk, no era nuestra idea. Nosotros queríamos cambiar la realidad”, sostiene Mark Andersen, líder del colectivo “Positive Force”, antes de citar a Marx y a Bakunin.

Activo 30 años después, sentencia: “La pasión de la destrucción es una pasión creativa”. Se encienden las luces. La media docena de personas que permanecemos en la sala nos levantamos y vamos a por otra cerveza. Alguien va hacia un cajero automático en la puerta. En el Black Cat solo se acepta efectivo, algo poco habitual en EE.UU., nada de tarjetas de crédito".